“Felices
los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son odiados a causa
del Hijo del hombre (…) ¡Ay de los ricos, de los satisfechos, de los que ríen,
de los que son elogiados por el mundo…!” (Lc
6, 20-26). Las Bienaventuranzas de Jesús –y los “ayes”- de Jesús, parecen una
paradoja, o al menos algo contradictorio con lo que el ser humano considera
como “felicidad”: visto con ojos humanos, no se entiende de qué manera puede
ser feliz alguien que padece la pobreza, el hambre, o que está triste y llora,
o quien es perseguido y odiado.
Del
mismo modo, tampoco se comprende porqué merece un lamento –los “ayes” de Jesús-
aquel que, a los ojos del mundo, lo tiene todo: riqueza y satisfacción, risa y
elogio. No se entiende de qué manera lo que se considera “felicidad” en el
mundo, pueda ser causa de lamento eterno.
Y
verdaderamente, las Bienaventuranzas son incomprensibles, en su paradoja, pero
son incomprensibles cuando se las mira desde el lado humano y mundano; por el
contrario, adquieren todo su verdadero sentido, sobrenatural, cuando se las
mira con los ojos de Dios, es decir, desde la Cruz, ya que es en la Cruz en
donde Cristo Dios “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), y así convierte en la Cruz, por su poder, lo que el
mundo llama “desgracia” –pobreza, hambre, llanto, persecución y marginación- en
bienaventuranza, y al mismo tiempo, lo que el mundo llama “felicidad”, en causa
de lamento eterno, si no se corrige a tiempo.
“Felices
los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son odiados a causa
del Hijo del hombre (…) ¡Ay de los ricos, de los satisfechos, de los que ríen,
de los que son elogiados por el mundo…!”. Las Bienaventuranzas y los “ayes”
podrían resumirse así: “¡Bienaventurados, felices, los que cargan la Cruz todos
los días, y siguen al Cordero camino del Calvario; desgraciados, desdichados,
infelices, los que rechazan la Cruz y se abandonan a los placeres del mundo!”.
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