“Todos estaban admirados de
su doctrina (….) Todos se enfurecieron y quisieron matarlo” (Lc 4, 16-30). Lo que sorprende en este
Evangelio es el sorpresivo y radical cambio de actitud de los que asisten a la Sinagoga: primero están
fascinados con la prédica de Jesús, y luego quieren asesinarlo.
¿A qué se debe? Mientras
Jesús predica, pero no toca el tema de la santidad de vida, necesaria para
obtener el favor divino, todos están fascinados, pero apenas Jesús les hace ver
a los fariseos que el favor de Dios no depende de la raza ni tampoco de la
religión -ya que los favorecidos son un pagano, Naamán el sirio, que es curado
él de la lepra y no los hebreos, y la viuda de Sarepta, una mujer pagana que es
bendecida con la visita del profeta Elías- se “enfurecen”, según el
evangelista, y desean asesinar a Jesús, tratando de despeñarlo.
El paso de un estado de
ánimo a otro se da cuando se percatan de que ellos no serán favorecidos por el
solo hecho de pertenecer al Pueblo Elegido, ya que estaban convencidos de que Dios
los bendeciría sólo por ser fariseos y miembros del Pueblo Elegido, sin
importar el trato que dieran a su prójimo.
Pero
precisamente, lo que Jesús les dice, es que no basta la sola condición de
miembros del Pueblo Elegido para recibir la bendición divina: si no hay amor al
prójimo, de nada vale la pertenencia extrínseca a una sociedad religiosa.
Lo que Jesús les quiere
hacer ver es que Dios no los bendice por la dureza de sus corazones, porque
mientras dicen alabar a Dios con sus labios, desmienten en la práctica esa
alabanza, al condenar a su prójimo con su lengua.
Esto
también es válido para los cristianos: no por estar bautizados, asistir a Misa,
y comulgar con frecuencia, se recibe el don de Dios, ya que si se hace esto,
pero se endurece el corazón hacia el prójimo, hablando mal de él, tratándolo
mal, con aspereza, de malas maneras, o despreciándolo, Dios no da su bendición,
porque no puede darla a quien endurece su corazón contra su prójimo.
Es por
esto que el Apóstol Santiago dice: “Quien no refrena su lengua, nada vale su
religión” (Sant 1, 26).
Si el
cristiano no deja de murmurar contra su prójimo, si no deja de hablar contra él
y de tener rencor y enojo en su corazón, de nada vale su religión, aún cuando
asista a Misa todos los días.
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