viernes, 28 de septiembre de 2012

“Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un solo ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”



(Domingo XXVI – TO – Ciclo B – 2012)
         “Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un solo ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”. La recomendación de Jesús parecería ir en contra del amor y respeto debido al propio cuerpo y a la propia salud, pues aconseja acciones cruentas contra el cuerpo: amputar una mano, un pie, extirparse un ojo. Es decir, el cristiano debe amar, cuidar y respetar su propio cuerpo, desde el momento en que forma parte de los bienes y talentos con los cuales Dios lo ha dotado, bienes y talentos de los cuales, haciendo un buen uso, habrá de rendir cuentas.
        Visto así, la recomendación de Jesús, parecería ir en contra del cuidado y respeto debido al cuerpo. Ahora bien, es cierto que en algunos países la justicia civil lo aplica al menos en parte, de modo literal, desde el momento en el que amputan la mano del ladrón, pero el católico no debe interpretar este consejo de Jesús de modo literal, ya que la gracia santificante obra con una eficacia inimaginablemente mayor que una amputación física. En otras palabras, el católico no tiene necesidad de la amputación de ningún órgano físico, puesto que la gracia santificante que nos concede Jesucristo en los sacramentos, obra con una eficacia insuperablemente mayor a la de una eventual amputación. Veamos por qué. 
         La gracia santificante actúa en la raíz del ser y en el centro del alma, de la mente y del corazón, iluminando con la luz divina y concediendo la participación en la misma divina, concediendo al alma la sabiduría y la fortaleza misma de Dios Trino, con lo cual el alma no solo se aleja del pecado, sino que vive con toda intensidad la vida de la gracia; vive en Dios y de Dios, y no del mundo y para el mundo, con lo cual el pecado deja de ser el centro de atracción predominante, para serlo el Ser mismo de Dios Trino.
        Con la gracia santificante, no hace falta entonces la amputación física de la mano o del pie, o la extirpación de un ojo, y si Jesús nos da un ejemplo tan extremo, es porque nos quiere decir que tenemos que huir de las ocasiones de pecado: muchos cometen los más abominables pecados con las manos, con lo cual se ganan un lugar seguro en el infierno; entonces, para estos, es preferible quedarse sin manos, para así no pecar, que entrar en el infierno con todo el cuerpo sano; muchos utilizan las piernas y los pies para dirigirse a los lugares en donde saben que seguramente habrán de pecar, con lo cual encaminan sus pasos en dirección contraria a la de la Cruz, y en línea directa a las puertas del infierno, de donde jamás habrán de salir, encaminándose ciegamente a una eternidad de dolor; muchos pecan con sus ojos, mirando de forma impúdica, mirando de forma codiciosa, mirando de forma avara a su prójimo y al mundo que Dios creó para nuestro bien, sin darse cuenta de que toda imagen vista intencionalmente, es una imagen que queda plasmada en ese "templo del Espíritu Santo" que es el cuerpo, profanando de esta manera sus corazones, sus mentes y sus cuerpos con la impudicia, la avaricia y la codicia, que entran por los ojos; de esta manera, al profanar el templo del Espíritu Santo, que es el cuerpo, ingresando voluntaria y libremente imágenes impuras, obscenas, libertinas, cargadas de todo género de impureza y de mal, se apartan voluntariamente de la Jerusalén celestial, y profanan a la Persona del Espíritu Santo, que por pura gracia y misericordia había elegido a ese corazón para que fuera su sagrario.
          “Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”. Por radical y extremo que parezca, Jesús nos quiere hacer ver el enorme valor de la gracia, superior en absoluto a cualquier bien natural, simbolizado en los miembros del cuerpo y en el propio cuerpo. En otras palabras, la gracia santificante es tan valiosa, que para conservarla, no se debe dudar en sacrificar el propio cuerpo y, llegado el caso, la vida corporal. El motivo es que, al perder la vida biológica por conservar la vida sobrenatural, esta última, la vida sobrenatural, inunda al alma que se separó del cuerpo muerto, y los unifica para una vida superior, la vida celestial, participación en la vida trinitaria.
Son los santos los que comprendieron bien el mensaje de Jesús: es preferible morir físicamente, antes que cometer un pecado mortal. Un ejemplo es Santo Domingo Savio, el niño discípulo de Don Bosco, cuyo principal propósito formulado el día de su Primera Comunión, fue “morir antes que cometer un pecado mortal”.
Haciendo eco de las palabras de Jesús, la Iglesia no solo prescribe lo que Jesús pide, sino que va más allá, desde el momento en que prefiere que el penitente muera físicamente, antes que cometer un pecado mortal, tal como está prescripto en la fórmula del acto de arrepentimiento de la confesión sacramental: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. Para la Iglesia, el penitente tiene que estar dispuesto no sólo a perder una parte física de su cuerpo –la mano, el pie, el ojo-, sino principalmente la vida física, natural, y el motivo es que nadie se condena por morir físicamente, pero sí se condenan las almas en el infierno, por toda la eternidad, por un solo pecado mortal cometido.
“Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”. El cristiano debe tener siempre la disposición a perder la vida física antes que cometer un pecado mortal, antes que perder la vida de la gracia; sólo con esta disposición, la de renunciar a los placeres mundanos y terrenos, estará en grado de vivir para siempre en la feliz eternidad.

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