jueves, 20 de diciembre de 2012

En Navidad, la Iglesia exulta de alegría y canta de gozo, porque ha nacido el Niño Dios, para donarse a los corazones de los hombres como Pan de Vida eterna



(Santa Misa de Nochebuena – Ciclo C – 2012)
         En Nochebuena, la Iglesia exulta de alegría, porque ha nacido el Redentor; el Mesías, el Salvador de los hombres, ha venido a este mundo como un Niño recién nacido. El Nacimiento de este Niño, que podría parecer insignificante a los ojos del mundo, porque sucedió hace dos mil años, en tiempos en los que no existían avances tecnológicos ni científicos, en una gruta olvidada de una región esclavizada por el imperio de esa época, el imperio romano, es sin embargo el acontecimiento más importante para la Humanidad en toda su existencia, y no hubo, no hay ni habrá otro acontecimiento más importante que éste. El motivo es que ese Niño de Belén, nacido en la oscura gruta de un paraje lejano, en la noche más oscura y en el frío, olvidado y despreciado de los hombres, pues sus padres deben recurrir a una gruta porque no encuentran lugar en los albergues, es Dios Hijo en Persona, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios con nosotros, el Emmanuel, el Mesías Redentor, que había sido anunciado desde el inicio del tiempo en su llegada redentora.
         A los ojos de los hombres, cuando se contempla la escena del Pesebre de Belén, una vez ya nacido el Niño, nada hace pensar en un hecho extraordinario: lo que ven los pastores, al acercarse a la gruta, es a una madre con su niño recién nacido, a un hombre que es su padre, y a los animales de la gruta, un buey y un asno, que con sus cuerpos dan calor al Niño en el intenso frío de la noche. A los ojos de los hombres, la escena del Pesebre de Belén no pasa de ser una escena familiar y cotidiana más, de entre cientos de miles similares, dispersas a lo largo y ancho del mundo.
Sin embargo, a los ojos de Dios, las cosas son muy distintas, porque la Madre que da a luz no es una mujer más entre otras, sino la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, la Inhabitada por el Espíritu Santo, la Virgen Purísima, que recibe en su Corazón Inmaculado primero y en su seno virginal después al Verbo de Dios ante el anuncio del Ángel, posibilitando su Encarnación, recibiendo a la Luz eterna que proviene de la Luz eterna, Dios Hijo, y luego, al momento de su Nacimiento, se arrodilla en el Pesebre para que la Luz eterna, a la cual Ella recibió y encerró en su seno virgen durante nueve meses, salga a través de  la pared de la región superior de su abdomen, así como un rayo de sol atraviesa un cristal, dejándolo intacto antes, durante y después de su salida.
A los ojos de Dios, a los ojos de los ángeles de Dios, y a los ojos de los hombres de fe y de buena voluntad, el Nacimiento del Niño Dios fue “como un rayo de sol atraviesa un cristal”, según los Padres de la Iglesia, y no podía ser de otro modo, puesto que su Madre, la Virgen, era Inmaculada y Pura desde su Concepción.
Porque María Santísima es la Llena de gracia, concebida en gracia, sin mancha de pecado original, e inhabitada por el Espíritu Santo, su Cuerpo Inmaculado actuó en la Encarnación y en el Nacimiento del mismo modo a como un diamante con la luz: así como el diamante, roca cristalina, primero encierra en sí mismo la luz, para luego emitirla, así la Virgen María: en la Encarnación recibe la Luz eterna, Dios Hijo, que proviene de la Luz eterna, Dios Padre, para luego, en el Nacimiento, emitir esa luz, que mientras Ella está arrodillada, atraviesa la parte superior de su abdomen sin dañarla en lo más mínimo.
Si a los ojos de los hombres mundanos y sin fe la escena del Pesebre no les dice nada, la Iglesia, contemplando el Pesebre, les dice a los ángeles y a los hombres con fe y buena voluntad: “¡Dios Hijo ha nacido de la Virgen Madre! ¡Dios se nos aparece como un Niño, sin dejar de ser Dios! ¡El Niño de Belén es Dios Niño, es el Niño Dios, venid, adorémosle! ¡Acerquémonos al Pesebre, para adorar a Nuestro Dios, que parece un Niño, pero es Dios en Persona! ¡Alégremonos y exultemos por su Nacimiento, cantemos himnos y cánticos de alabanza en su honor, en honor del Emmanuel, Dios con nosotros! ¡Postrémonos por tierra ante el Hijo de Dios, nacido de María Virgen, ofrezcámosle el humilde don de nuestra adoración, porque sólo el Niño de Belén es el Único Dios, Tres veces Santo, que merece ser adorado!”.
Ante la imagen navideña del Pesebre, la Iglesia no sale de su éxtasis y de su asombro, al contemplar, en la carne y el cuerpo del Niño de Belén, a su Dios, que ha venido a este mundo para salvar a los hombres.
Pero lo más asombroso de la Navidad es que el Nacimiento prodigioso, se renueva bajo el velo sacramental: así como Jesús, el Niño Dios, salió del seno virgen de María, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como un rayo de sol que atraviesa el cristal, por el poder del Espíritu Santo, iluminando la gruta de Belén con el esplendor de miles de millones de soles juntos, así también, por el poder del mismo Espíritu Santo, por las palabras de la consagración, el mismo Niño de Belén, Jesús de Nazareth, con su Cuerpo resucitado, con su Sangre, su Alma y su Divinidad, prolonga su Encarnación y Nacimiento en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico, iluminando con el resplandor de la Eucaristía a toda la humanidad, con un resplandor más intenso que cientos de miles de millones de soles juntos.
         Así como la gruta de Belén se iluminó con el Nacimiento del Niño Dios en Belén, así la Iglesia se ilumina con la prolongación del Nacimiento en el altar eucarístico, y éste es verdadero motivo de la alegría de Navidad: Cristo, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, viene a las tinieblas de nuestro mundo, para derrotar para siempre a las tinieblas, para concedernos su gracia santificante, para alegrar nuestros días terrenos con su Presencia eucarística, como anticipo de  la alegría final en los cielos, por toda la eternidad.
         En Navidad, la Iglesia exulta de alegría y canta de gozo, porque ha nacido el Niño Dios en Belén, que significa “Casa de Pan”, y porque ese Niño Dios prolonga su Nacimiento en el altar eucarístico, en la Santa Misa de Nochebuena, para donarse a los corazones de los hombres como Pan de Vida eterna.

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