(Santa
Misa de Nochebuena – Ciclo C – 2012)
En Nochebuena, la Iglesia exulta de alegría, porque ha
nacido el Redentor; el Mesías, el Salvador de los hombres, ha venido a este
mundo como un Niño recién nacido. El Nacimiento de este Niño, que podría parecer
insignificante a los ojos del mundo, porque sucedió hace dos mil años, en
tiempos en los que no existían avances tecnológicos ni científicos, en una
gruta olvidada de una región esclavizada por el imperio de esa época, el
imperio romano, es sin embargo el acontecimiento más importante para la
Humanidad en toda su existencia, y no hubo, no hay ni habrá otro acontecimiento
más importante que éste. El motivo es que ese Niño de Belén, nacido en la
oscura gruta de un paraje lejano, en la noche más oscura y en el frío, olvidado
y despreciado de los hombres, pues sus padres deben recurrir a una gruta porque
no encuentran lugar en los albergues, es Dios Hijo en Persona, es la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad, Dios con nosotros, el Emmanuel, el Mesías
Redentor, que había sido anunciado desde el inicio del tiempo en su llegada
redentora.
A los ojos de los hombres, cuando se contempla la escena del
Pesebre de Belén, una vez ya nacido el Niño, nada hace pensar en un hecho
extraordinario: lo que ven los pastores, al acercarse a la gruta, es a una
madre con su niño recién nacido, a un hombre que es su padre, y a los animales
de la gruta, un buey y un asno, que con sus cuerpos dan calor al Niño en el
intenso frío de la noche. A los ojos de los hombres, la escena del Pesebre de
Belén no pasa de ser una escena familiar y cotidiana más, de entre cientos de
miles similares, dispersas a lo largo y ancho del mundo.
Sin
embargo, a los ojos de Dios, las cosas son muy distintas, porque la Madre que
da a luz no es una mujer más entre otras, sino la Inmaculada Concepción, la
Llena de gracia, la Inhabitada por el Espíritu Santo, la Virgen Purísima, que recibe
en su Corazón Inmaculado primero y en su seno virginal después al Verbo de Dios
ante el anuncio del Ángel, posibilitando su Encarnación, recibiendo a la Luz
eterna que proviene de la Luz eterna, Dios Hijo, y luego, al momento de su
Nacimiento, se arrodilla en el Pesebre para que la Luz eterna, a la cual Ella
recibió y encerró en su seno virgen durante nueve meses, salga a través de la pared de la región superior de su abdomen,
así como un rayo de sol atraviesa un cristal, dejándolo intacto antes, durante
y después de su salida.
A
los ojos de Dios, a los ojos de los ángeles de Dios, y a los ojos de los
hombres de fe y de buena voluntad, el Nacimiento del Niño Dios fue “como un
rayo de sol atraviesa un cristal”, según los Padres de la Iglesia, y no podía
ser de otro modo, puesto que su Madre, la Virgen, era Inmaculada y Pura desde
su Concepción.
Porque
María Santísima es la Llena de gracia, concebida en gracia, sin mancha de
pecado original, e inhabitada por el Espíritu Santo, su Cuerpo Inmaculado actuó
en la Encarnación y en el Nacimiento del mismo modo a como un diamante con la
luz: así como el diamante, roca cristalina, primero encierra en sí mismo la
luz, para luego emitirla, así la Virgen María: en la Encarnación recibe la Luz
eterna, Dios Hijo, que proviene de la Luz eterna, Dios Padre, para luego, en el
Nacimiento, emitir esa luz, que mientras Ella está arrodillada, atraviesa la
parte superior de su abdomen sin dañarla en lo más mínimo.
Si
a los ojos de los hombres mundanos y sin fe la escena del Pesebre no les dice
nada, la Iglesia, contemplando el Pesebre, les dice a los ángeles y a los
hombres con fe y buena voluntad: “¡Dios Hijo ha nacido de la Virgen Madre!
¡Dios se nos aparece como un Niño, sin dejar de ser Dios! ¡El Niño de Belén es
Dios Niño, es el Niño Dios, venid, adorémosle! ¡Acerquémonos al Pesebre, para
adorar a Nuestro Dios, que parece un Niño, pero es Dios en Persona!
¡Alégremonos y exultemos por su Nacimiento, cantemos himnos y cánticos de
alabanza en su honor, en honor del Emmanuel, Dios con nosotros! ¡Postrémonos
por tierra ante el Hijo de Dios, nacido de María Virgen, ofrezcámosle el
humilde don de nuestra adoración, porque sólo el Niño de Belén es el Único
Dios, Tres veces Santo, que merece ser adorado!”.
Ante
la imagen navideña del Pesebre, la Iglesia no sale de su éxtasis y de su
asombro, al contemplar, en la carne y el cuerpo del Niño de Belén, a su Dios,
que ha venido a este mundo para salvar a los hombres.
Pero
lo más asombroso de la Navidad es que el Nacimiento prodigioso, se renueva bajo
el velo sacramental: así como Jesús, el Niño Dios, salió del seno virgen de
María, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como un rayo de sol
que atraviesa el cristal, por el poder del Espíritu Santo, iluminando la gruta
de Belén con el esplendor de miles de millones de soles juntos, así también,
por el poder del mismo Espíritu Santo, por las palabras de la consagración, el
mismo Niño de Belén, Jesús de Nazareth, con su Cuerpo resucitado, con su Sangre,
su Alma y su Divinidad, prolonga su Encarnación y Nacimiento en el seno de la
Iglesia, el altar eucarístico, iluminando con el resplandor de la Eucaristía a
toda la humanidad, con un resplandor más intenso que cientos de miles de
millones de soles juntos.
Así como la gruta de Belén se iluminó con el Nacimiento del
Niño Dios en Belén, así la Iglesia se ilumina con la prolongación del
Nacimiento en el altar eucarístico, y éste es verdadero motivo de la alegría de
Navidad: Cristo, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, viene a las tinieblas
de nuestro mundo, para derrotar para siempre a las tinieblas, para concedernos
su gracia santificante, para alegrar nuestros días terrenos con su Presencia
eucarística, como anticipo de la alegría
final en los cielos, por toda la eternidad.
En Navidad, la Iglesia exulta de alegría y canta de gozo, porque
ha nacido el Niño Dios en Belén, que significa “Casa de Pan”, y porque ese Niño
Dios prolonga su Nacimiento en el altar eucarístico, en la Santa Misa de
Nochebuena, para donarse a los corazones de los hombres como Pan de Vida eterna.
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