jueves, 20 de diciembre de 2012

Que nuestra alegría navideña sea la alegría de participar de la verdadera fiesta de Navidad, la Santa Misa de Nochebuena



(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2012)
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno” (Lc 1, 39-45). La Virgen, encinta por obra del Espíritu Santo, va a visitar a su prima Santa Isabel, también encinta a su vez. Al llegar la Virgen, Juan el Bautista, desde el seno de su madre, “salta de alegría”, hecho que es percibido por Santa Isabel. No se trata de un movimiento espontáneo del niño, ni la percepción de la alegría del niño por parte de Isabel es un hecho imaginario, como podría suceder en otros casos de mujeres embarazadas que sienten el movimiento de sus hijos en el vientre: se trata de una verdadera alegría del Bautista, alegría que es de origen celestial, alegría que proviene del mismo Espíritu Santo, que es Alegría infinita, alegría que está causada por la Presencia de Jesús, el Hijo de Dios, el Emmanuel, el Dios con nosotros, que viene transportado en el seno virgen de María, iniciando su misión, la redención de la humanidad.
El “salto de alegría” del Bautista no es por lo tanto ni movimiento espontáneo del niño en gestación, ni producto de la imaginación de una madre primeriza: es realmente una alegría celestial que de la Trinidad se comunica al Bautista y que éste a su vez comunica a su madre, Santa Isabel, y está causada por la Presencia de Jesucristo, el Niño Dios, el Mesías, que viene en el seno virgen de María.
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno”. La alegría del Bautista representa al verdadero espíritu de Navidad: la humanidad, representada en Juan Bautista, se alegra ante un hecho que no tiene precedentes en la historia de los hombres, porque la Visitación de la Virgen a Santa Isabel representa el inicio de los tiempos mesiánicos, tiempos de la Presencia salvadora y redentora del Mesías entre los hombres, y esto es causa de alegría porque significa que los hombres se verán libres de sus tres grandes enemigos, de sus enemigos mortales: el demonio, el mundo y el pecado; pero más que esto, la Visitación de María Santísima representa el inicio no sólo de la derrota definitiva del infierno y de todas sus potencias, y de la muerte y del pecado, que tenían esclavizados a la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva, sino que representa ante todo el inicio del don de la gracia santificante por parte del Niño Mesías, gracia santificante por la cual la humanidad entera será hecha partícipe de una vida nueva, la vida misma de Dios Trinidad; a partir del Niño Dios, y luego de su Muerte redentora en Cruz, de su Resurrección gloriosa y de su Ascensión a los cielos, los hombres tendrán a su disposición la gracia santificante, por medio de la cual serán adoptados como hijos por Dios, serán hechos herederos del Reino de los cielos, y recibirán la vida misma de la Trinidad, la vida eterna, vida absolutamente desconocida para los hombres, vida del Ser divino que es alegría inconcebible, gozo infinito, dicha inimaginable, felicidad interminable, contentos imposibles de expresar.
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno”. Cuando el Bautista salta de gozo en el seno de su madre, Santa Isabel, lo hace impulsado por el Espíritu Santo, quien es el que le comunica de la Presencia de Jesús, traído por la Virgen en su seno, y esta alegría del Bautista ante la Llegada de Jesús, es el modelo de la alegría del cristiano en Navidad, ante el Nacimiento del Niño Dios. El cristiano, para Navidad, debe alegrarse con la misma alegría de Juan el Bautista, porque es la alegría que expresa el verdadero sentido de la Navidad: el Niño de Belén, nacido milagrosamente de la Virgen María, es el Mesías, el Redentor, el Salvador de la humanidad, que ha venido no solo para “destruir las obras del demonio”, para aplastar la cabeza de la Serpiente Antigua, y para encerrar a todos los demonios en el infierno para siempre; no sólo ha venido a cancelar la deuda de la humanidad para con Dios, el pecado original, mancha espiritual que aleja al hombre de Dios y lo sustrae de su acción benéfica, mancha que lo aparta de su Amor, de su paz, de su bondad, sino que ha venido a concedernos la vida de la gracia, que es la vida misma de la Santísima Trinidad, vida que es absolutamente desconocida para el hombre, vida que contiene en sí infinitamente más de todo lo que el hombre pueda desear para ser feliz para siempre; el Niño Dios ha venido para donarse Él mismo como Pan de Vida eterna en la Eucaristía, para que aquel que lo reciba con fe y con amor, habite en Él, y para que Cristo habite en su corazón, infundiéndole de su misma vida, y siendo un mismo Cuerpo y un mismo Espíritu con quien comulga. Ésta es la verdadera alegría de Navidad, la alegría de saber que el Niño Dios, que se encarnó en el seno de María Virgen, y que nació en Belén, Casa de Pan, se dona cada vez en la Santa Eucaristía como alimento del alma, para hacer del alma su morada en el tiempo y en la eternidad; ésta es la verdadera alegría y no la falsa alegría del mundo, alegría sin sustento ni sentido, porque el mundo no se alegra en Cristo sino en la música mundana, en las comilonas, en las embriagueces, en las diversiones profanas; el mundo se alegra en Navidad, pero con una alegría falsa, porque es una alegría pagana, no fundada en Cristo Jesús, el Hijo de María, el Hijo de Dios que se dona en la Eucaristía; el mundo se alegra con una alegría superficial, pasajera, que en el fondo es sólo tristeza y amargura, porque detrás de la música desenfrenada, detrás de los manjares del cuerpo, detrás de las embriagueces, detrás de los festejos trasnochados, nada hay, sino sólo cenizas y amargura, y el sabor nauseoso del pecado y de la muerte.
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno”. Que la alegría del Bautista, la alegría de saber, por la luz del Espíritu Santo, que el Hijo de la Virgen, el Niño Dios, es el Redentor que ha venido a salvarnos, pero no con una salvación intramundana, sino con una salvación eterna, porque ha venido para llevarnos al Reino de los cielos, en la eternidad, sea nuestra misma alegría, la cual nos hace alegrar no por los manjares terrenos y las fiestas mundanas, sino por alimentarnos con el Banquete que Dios Padre ha preparado para nosotros: la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo; el Pan de Vida eterna, el Cuerpo resucitado de Jesús en la Eucaristía, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios, derramada en el ara de la Cruz y recogida en el cáliz de la salvación, el cáliz del altar.
Que nuestra alegría navideña sea la alegría de participar de la verdadera fiesta de Navidad, la Santa Misa de Nochebuena.

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