viernes, 22 de febrero de 2013

La Transfiguración del Señor



(Domingo II - TC - Ciclo C - 2013)
         “Su rostro cambió de aspecto y sus ropas se volvieron de un blanco deslumbrante” (Lc 9, 28b-36). Ante la vista de sus discípulos, Jesús se transfigura en el Monte Tabor: su rostro “cambia de aspecto” debido a la intensa luminosidad que emite, mientras que sus ropas se vuelven de un “blanco deslumbrante”. La contemplación del episodio, pero sobre todo la manifestación visible de la luz que emana de Jesús, provoca en los discípulos un estado de asombro y alegría tan intensos, que pierden la noción de lo que está sucediendo, al punto que Pedro le dice a Jesús que se encuentran “tan bien” ahí, que tendrían que “hacer tres carpas”, para Jesús, para Elías y para Moisés, que son quienes aparecen en la Transfiguración. Que Pedro quiera hacer “carpas” para “quedarse ahí”, da la idea de la magnitud de la alegría, la paz y la felicidad que experimentan los discípulos delante de Jesús: es tan grande la felicidad que sienten, que no quieren moverse de ahí.
A pesar de que una exégesis racionalista diría que la brillantez del rostro de Jesús y la blancura deslumbrante de sus ropas se deben a que en ese momento del día hacía mucho sol y que en ese lugar, justo en ese momento, las nubes se corrieron para dar paso a un rayo de luz solar más intenso que casualmente alumbró a Jesús y les hizo creer a Pedro, Santiago y Juan, que se trataba de un hecho sobrenatural, la realidad es que la causa de la Transfiguración radica en la divinidad de Jesús: Él es Dios Hijo en Persona, que es engendrado, no creado, en la eternidad, en el seno del Padre, y como es “Dios de Dios”, y Dios es luz y luz viva porque es Vida eterna, Jesús es también Luz Viva y Eterna, que concede la vida eterna a quien lo contempla. Jesús resplandece no porque las hojas de los árboles se apartaron y permitieron que el sol, que estaba cubierto de nubes, al correrse estas, brilló justo en ese momento con más intensidad sobre su rostro; Jesús resplandece en el Tabor porque Él es Dios, y como Dios, su Ser divino es luminoso, y resplandece en el Tabor para que sus discípulos contemplen su divinidad y se convenzan de que Él es Dios Hijo encarnado, sobre todo en los amargos momentos de la Pasión.
Precisamente, Jesús se transfigura en el Monte Tabor, antes de subir al Monte Calvario, para demostrar que Él es Dios, para que cuando lo vean todo cubierto de hematomas, de golpes, de heridas, de salivazos, de tierra, de barro, y no lo reconozcan ni como ser humano a causa de la desfiguración del rostro, se acuerden del esplendor de la divinidad de Jesús en el Tabor, y así no desfallezcan ante la prueba de la Cruz. Se transfigura en el Monte Tabor, porque luego, en el Monte Calvario, su Cabeza, su Rostro, su Cuerpo, serán cubiertos de heridas abiertas y sangrantes, y estará tan irreconocible, que sus discípulos no lo habrían de reconocer sino fuera por el recuerdo de la visión de su divinidad en el Tabor.
Jesús sube al Tabor antes que al Calvario para que se ponga de manifiesto cuál es la obra de Dios Padre: la Transfiguración, la santidad, la vida de la gracia, y cuál es la obra de los hombres: el dolor del Calvario, su Cuerpo molido a golpes y cubierto de heridas, para que en el contraste entre los dos Montes, los hombres supieran que siempre vence la bondad de Dios sobre la maldad de los hombres.

        En el Monte Tabor se pone de manifiesto lo que Jesús recibe de Dios Padre desde la eternidad: Él, como Hijo de Dios, engendrado eternamente en el seno del Padre –en el Monte Tabor se escucha la voz del Padre que dice: “Éste es mi Hijo muy amado, escuchadlo”- recibe de Dios Padre la plenitud de la naturaleza divina, la plenitud de la gloria, la plenitud del Acto de Ser divino, y es lo que hace que Jesús sea “Dios de Dios, Luz de Luz”, digno de merecer la misma honra, adoración y honor que Dios Padre, porque es Dios igual que el Padre. La luminosidad se explica por esto que Jesús recibe del Padre desde la eternidad: debido a que el Ser divino es un ser de luz, más que de luz, es la Luz Increada en sí misma; es la Luz de su Ser divino trinitario la que se refleja a través de su rostro, de su cuerpo, de sus ropas, y como esa luz es una luz viva, porque es Dios que es Luz Increada en sí misma, es la que provoca el asombro, la alegría, el estupor, de los discípulos. En el Monte Tabor Cristo revela sensiblemente aquello que recibió de su Padre en la eternidad, y eso es causa, para los hombres, de felicidad y de gozo inenarrables.
Si en el Monte Tabor se manifiesta lo que Jesús recibe del Padre desde la eternidad, en el Monte Calvario, por el contrario, se hace visible, en el Cuerpo de Jesús, lo que los hombres le damos con la maldad que nace de nuestros corazones; en el Monte Calvario se pueden ver lo que nosotros, los hombres, damos a Jesús con nuestros pecados: si en el Tabor su Cuerpo está envuelto de luz resplandeciente, luz que provoca alegría, asombro, estupor y gozo, en el Calvario el Cuerpo de Jesús está cubierto de golpes, de heridas abiertas y sangrantes, de arañazos, de trompadas, de puntapiés, de salivazos, de golpes con bastones, de bofetadas, y de tal manera, que no hay parte sana en Jesús: desde la Cabeza a los pies, Jesús es una sola llaga, de la cual mana sangre en abundancia, y su rostro, que resplandecía en el Tabor y era causa de felicidad para quien lo contemplaba, en el Calvario está tan deformado a causa de los cortes, la sangre, la tierra, el barro, las lágrimas, los hematomas, la hinchazón de sus pómulos, de su frente, y los cabellos de su cabeza, los que no están enredados y hechos un amasijo por la corona de espinas, están tan pegoteados por la Sangre, y la barba está tan cubierta de sangre fresca y coagulada, y raleada a causa de los jirones que le han sido arrancados, que causa  espanto y horror al verlo, tanto, que la misma Sagrada Escritura, en boca de uno de los profetas más grandes que hayan existido, el profeta Isaías, al verlo en una visión, cientos de años antes de la Pasión, exclama horrorizada: “No parecía humano; era como un gusano, como uno ante quien se da vuelta el rostro”.
En el Monte Calvario, Jesús recibe el castigo merecido por nuestros pecados, y así lo dice el profeta Isaías: “Fue castigado por nuestras maldades; por sus heridas hemos sido sanados”; son nuestros pecados, los pecados personales de todos y cada uno de los hombres, los pecados de toda la humanidad de todos los tiempos –robos, mentiras, asesinatos, avaricia, lujuria, discordia, envidia, egoísmo, soberbia, adulterio, soborno, superstición-, son los pecados que nacen de lo más profundo del corazón del hombre, los que causan las dolorosas heridas de Jesús en el Calvario.
Jesús recibe el castigo que todos y cada uno de nosotros merecíamos por nuestros pecados, de manera que si en el Tabor estaba cubierto de luz, en el Calvario está cubierto de Sangre, a causa del castigo recibido por nuestra culpa. 
Si el Monte Tabor es obra de Dios Padre, el Monte Calvario es obra de la dureza y maldad de nuestros corazones, que no vacilan en obrar todo tipo de mal, mal que se traduce en todo tipo de golpes y heridas que desfiguran tanto a Jesús, que causa asombro hasta a los profetas de Dios. Isaías describe, con dolor, el aspecto de Jesús en el Calvario, consecuencia de nuestra reticencia a obrar el bien y nuestro empecinamiento en obrar el mal: “No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca” (53, 1-5).
Si el Tabor, obra del Padre, causa alegría a los discípulos, el Calvario, obra nuestra, causa horror, tanto, que se da vuelta el rostro para no verlo: “como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable”.
“Su rostro cambió de aspecto y sus ropas se volvieron de un blanco deslumbrante”, nos dice el Evangelista Lucas al describirlo en el Tabor. “No tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro”, nos dice el Profeta Isaías, al describirlo en el Calvario. Quien contempla la Transfiguración, obra del Padre, debe contemplar la Pasión, obra de los pecados de los hombres, obra del pecado del hombre que lo contempla.  
No es posible contemplar la Transfiguración de Jesús sino es a la luz de la Pasión, y el fruto de tal contemplación, si es que algo de amor a Jesús hay en el alma del pecador, es la contrición del corazón y la firme determinación a no solo no cometer ningún pecado, por pequeño que sea, y a morir antes que cometer un pecado mortal, sino a vivir la vida de la gracia, la vida de santidad propia de los hijos de Dios, que nos fue conseguida al precio de tan grande dolor y de tan infinito Amor.

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