“No
sean como los fariseos, que no hacen lo que dicen” (Mt 23, 1-12). Jesús advierte acerca de los fariseos, que “no hacen
lo que dicen”. Sin embargo, luego de la advertencia, Jesús no dice qué es lo
que los fariseos “dicen” pero “no hacen”, sino que denuncia lo que “hacen”,
como ejemplo de lo que sus discípulos no deben hacer.
¿Qué
es lo que los fariseos “hacen” y “no deberían hacer”? Lo dice el mismo Jesús:
“atan pesadas cargas a los demás, mientras que ellos no quieren llevarlas ni
con un dedo”, y esto porque imponían a los demás las prescripciones farisaicas,
que no eran sino “tradiciones humanas”, como se los reprocha Jesús. Si bien
pretendían santificar todos los aspectos de la vida, aún los más nimios y
banales -para lo cual los fariseos habían elaborado una serie de “reglas de
pureza”[1]-, la
enorme cantidad de prescripciones hacía imposible su práctica, pero el problema
principal radicaba en aquello que Jesús les reprocha: la observancia de las
prescripciones farisaicas contradecían el espíritu de la Ley mosaica, que
mandaba el amor a Dios y también al prójimo. Por ejemplo, justificaban el no
prestar asistencia a los padres, si el dinero con el cual podían asistirlos se
ofrendaba al templo; otra falta al amor de Dios y al prójimo se da cuando se
enojan con Jesús cuando cura la mano al paralítico en sábado, ya que según ellos,
no podía hacerse ningún trabajo manual ese día.
Con estas prescripciones humanas los fariseos ocultan la
verdadera Ley de Dios, la Ley de Moisés, que prescribía la caridad ya desde el
primer Mandamiento; lo que hacen los fariseos entonces es detenerse en la
observancia y cumplimiento de lo superficial y accesorio, olvidando la esencia
de la religión, la caridad.
Otras cosas que los fariseos “hacen” para que los “vean”, es
agrandar las filacterias, ocupar los primeros asientos de las sinagogas, además
de buscar ser saludados y reconocidos públicamente, y ser llamados “maestros”,
todo lo cual es opuesto al espíritu de humildad, tanto de la Ley mosaica como
de la Ley Nueva de la caridad de Cristo Jesús.
Jesús
se enfrenta con los fariseos porque el fariseísmo es a la religión lo que el
cáncer al cuerpo: así como las células cancerígenas se comportan de un modo
maligno y dañino y terminan por destruir el cuerpo que las engendró, así el
fariseísmo, maligno y dañino en sí mismo, termina destruyendo la religión, al
mostrar una imagen falsa de la religión, de Dios y de la Iglesia.
“No
sean como los fariseos, que no hacen lo que dicen”. La advertencia de Jesús nos
cabe a nosotros, porque también podemos ser fariseos; también nosotros podemos
“decir” pero “no hacer”, y somos fariseos cada vez que no somos santos por
negligencia, por no dejar crecer la gracia al endurecer el corazón hacia el
prójimo, por hacer oídos sordos al Llamado del Dios del Amor, que desde la Cruz
nos dice: “Ama a tus enemigos; perdona setenta veces siete; no juzgues; no
condenes; obra la misericordia”.
Somos
fariseos cada vez que negligentemente damos vuelta el rostro al prójimo que
sufre; somos fariseos cada vez que nos decimos “cristianos”, seguidores de
Cristo, el Dios del Amor, pero nos comportamos como seguidores del Ángel caído.
Por
esto motivo, Jesús nos advierte: “No sean fariseos, que dicen ser cristianos
pero hacen obras de demonios. Hagan lo que Yo les digo desde la Cruz: vivan, de
palabra y de obra, el mandamiento más importante de todos: amar a Dios y al
prójimo como a uno mismo”.
[1] La legislación farisaica
comprendía reglas de pureza para casi todos los aspectos de la vida cotidiana,
y es así que poseían reglas para alimentos, vasijas para líquidos y
alimentos, para cadáveres y tumbas, para el culto del templo, para el
diezmo, tributos y derechos sacerdotales, y habían legislado también acerca
de la observancia del sábado, las fiestas, el matrimonio y el divorcio.
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