“¡Ay
de ti Corozaín, Ay de ti Betzaida, porque si otros hubieran recibido tus
milagros ya se hubieran convertido! (…) ¡Y tú, Cafarnaún (…) serás precipitada
hasta el infierno!” (Lc 10, 13-16).
Jesús advierte severamente a tres ciudades, en las que ha predicado y en las
que ha realizado abundantes milagros, y a pesar de lo cual, no se han
convertido, que en el Día del Juicio Final, no recibirán misericordia y que serán,
literalmente, “precipitadas en el infierno”. Jesús les advierte a estas
ciudades –a sus habitantes- que la ira de la Justicia Divina se descargará con
todo su peso sobre ellas, porque recibieron abundantes muestras del Amor
Divino, manifestado en la Palabra de Dios y en milagros y a pesar de eso, no se
convirtieron, continuando en su contumacia, en su prevaricación, persistiendo con
sus malas obras, con sus pecados, con su falta de misericordia para con el
prójimo, insistiendo en endurecer todavía más sus corazones de piedra, perseverando
en sus rencores, despreciando la Ley de Dios y su Amor y eligiendo hacer su
propia voluntad, haciéndose así merecedores del infierno: “serán precipitados
en el infierno”, tal como se los advierte Jesús.
“¡Ay
de ti Corozaín, Ay de ti Betzaida, porque si otros hubieran recibido tus
milagros ya se hubieran convertido! (…) ¡Tú, Cafarnaúm, serás precipitada hasta
el infierno!”. La advertencia que Jesús dirige a las ciudades de su tiempo, nos
la dirige a nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica, porque nosotros
somos los Corozaín, los Betzaida, los Cafarnaúm, del siglo XXI, toda vez que no
damos frutos de santidad, porque Jesús obra en nosotros milagros y prodigios de
un grado infinitamente mayores que los obrados en las ciudades y habitantes del
Nuevo Testamento, porque si bien en estas ciudades obró signos y prodigios
admirables -expulsó demonios, multiplicó panes y peces, convirtió agua en vino,
resucitó muertos, caminó sobre las aguas-, a ninguno, en el Nuevo Testamento,
sin embargo, obró los milagros increíbles, inigualables, inenarrables, e imposibles
siquiera de imaginar y expresar, tal como lo hizo con nosotros: en efecto, a
ninguno, en el Nuevo Testamento, se le dio en alimento con su Cuerpo, su
Sangre, su Alma y su Divinidad, como hace con nosotros, en el Sacramento de la
Eucaristía; a ninguno, en el Nuevo Testamento, le concedió su filiación divina,
la misma que Él tiene desde la eternidad, como hace con nosotros, en el
Sacramento del Bautismo; a ninguno, en el Nuevo Testamento, le sopló el
Espíritu Santo, convirtiendo el alma en un huracán de Fuego Sagrado, como si
fuera un mini-Pentecostés en miniatura, asombrando a los ángeles, como hace con
nosotros por el Sacramento de la Confirmación, convirtiendo además a nuestro
cuerpo en un increíble y admirable templo del Espíritu Santo, que no deja de
maravillar a las miríadas de ángeles en los cielos; a ninguno, en el Nuevo
Testamento, lo bañó y lo purificó con su Sangre Preciosísima, dejando su alma
más hermosa que los cielos, haciéndola semejante al mismo Dios, tal como hace con
nosotros, por el Sacramento de la
Confesión Sacramental, cada vez que nos perdona los pecados; a ninguno, en el
Nuevo Testamento, invitó al Banquete de bodas, para darle de comer el manjar celestial,
un manjar que no se consigue en ningún palacio de la tierra, que consiste en
platos exquisitos, suculentos, preparados por Dios Padre en Persona, para sus
hijos pródigos, y que consiste en Carne de Cordero, asada en el Fuego del
Espíritu Santo, su Cuerpo resucitado en la Eucaristía; en Pan de Vida eterna,
su Humanidad Santísima, inhabitada por la Divinidad; y en el Vino de la Alianza
Nueva y Eterna, su Sangre, derramada en el Santo Sacrificio de la Cruz, y
recogida en cáliz, en el Santo Sacrificio del Altar.
Con
ninguno, en el Nuevo Testamento -y mucho menos, en el Antiguo Testamento-, obró estas
maravillas inenarrables, como las obradas con nosotros.
Y
sin embargo, a pesar de todas estas maravillas que obró en nosotros, no le
respondemos con la santidad de vida con la que le tenemos que responder, por
eso es que debemos esforzarnos para crecer en la santidad, para que no tengamos
que escuchar la amarga queja de Jesús, en el Día del Juicio Final: “¡Ay de ti
Corozaín, Ay de ti Betzaida, porque si otros hubieran recibido tus milagros ya
se hubieran convertido! (…) ¡Y tú, Cafarnaúm, serás precipitada hasta el
infierno!”. La salvedad será que, si no nos esforzamos por responder a los dones dados por Jesús, en vez de los nombres de las ciudades, los nombres pronunciados por Jesús, no serán los de las ciudades de Palestina, sino nuestros nombres propios.
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