miércoles, 1 de enero de 2020

Feria de Navidad 2020 020120



          En Belén, un pueblito insignificante de Palestina, hace veinte siglos, nace un niño en un pobre portal, un refugio de animales. Su madre, preocupada por su hijo, como toda madre, lo sostiene entre sus brazos, lo alimenta, le calor y amor. El padre del niño está ocupado en buscar leña para el fuego y alimento para la familia. Como se trata de un establo, hay dos animales, un burro y un buey, que además de observar la escena, proporcionan calor con sus cuerpos. Vista con ojos humanos, la escena del Pesebre de Belén es la de un nacimiento más entre tantos, con la peculiaridad de que se trata de un niño hebreo que nace en un portal de Palestina, que es un refugio de animales.
          Ahora bien, parece un nacimiento más entre tantos, pero no es así: es un nacimiento que divide la historia humana en un antes y un después y tiene incidencia en la historia personal de todo ser humano, pues el destino de cada ser humano dependerá de si sigue a ese Niño o no.
          El nacimiento del Niño de Belén supone para la humanidad un cambio de destino, insospechado, inimaginable, nuevo y no es otro que el destino de eternidad y de la visión beatífica por la gracia[1].
          La pequeñez de lo que se observa a primera vista –un niño recién nacido, una madre y un padre, acompañados por el buey y el burro- contrasta con la grandeza del destino de eternidad, de gloria divina y de felicidad eterna que este Niño ha venido a traer para todos los seres humanos.
          Este Niño, que ha nacido en un desconocido pueblecito de Palestina, en la más completa ignorancia de la humanidad, ha venido sin embargo para conceder a la humanidad algo que ni siquiera pueden los hombres imaginar y es la glorificación o deificación del espíritu humano por medio de la gracia y la gloria que brotan de su Ser divino trinitario.
          El Niño de Belén viene para dar a los hombres la luz de la gloria, algo que ni siquiera puede ser imaginado por los hombres.
          La luz que brota del cuerpo del Niño, ilumina no solo al Portal de Belén, sino a Israel y a toda la humanidad, porque esa luz es el esplendor de la gloria del Padre, que es portada por el Hijo desde la eternidad.
          Desde siempre, los hombres desearon contemplar la divinidad y unirse a ella y eso es lo que ha venido a traer el Niño Dios, pero además, ha venido a traer algo infinitamente más grande. En el Antiguo Testamento, los justos expresaban el deseo de ver la divinidad: “Muéstrame tu Gloria” (cfr. Éx 33, 18), implora Moisés; en los Salmos se dice: “Tú, Pastor de Israel, sentado sobre querubines, resplandece. (…) Haz resplandecer tu rostro y seremos salvados” (cfr. Sal 79, 1ss). A su vez, el Profeta Isaías invoca en términos de luz la presencia del Señor: “El sol no será más tu luz de día, ni te iluminará más la luz de la luna. El Señor será para ti tu luz eterna, tu Dios será tu esplendor” (cfr. Is 60, 1ss. 19).
Todo esto lo ha de conceder el Niño de Belén, pues quien lo contempla, contempla la gloria de Dios en carne humana; sin embargo, el Niño de Belén viene para traer algo imposible siquiera de imaginar y es la participación completa en la vida divina[2].
Por esta razón, cuando contemplamos el Pesebre de Belén, debemos trascender lo que aparece y no quedarnos en que es simplemente una postal que refleja el tiempo de Navidad; tampoco debemos pensar que la Navidad es un tiempo para que simplemente los hombres seamos más buenos: la contemplación del Pesebre de Belén debe llevarnos a ver, en el rostro del Niño, al rostro mismo de Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, que ha venido no solo para mostrarnos su gloria, sino para darnos su gracia, por medio de la cual nos hacemos partícipes de la vida divina.
Esto a su vez debe llevarnos a considerar cómo es el Amor infinito de Dios Trino por la humanidad y por cada uno de los hombres, porque si Él se encarna, nos muestra su gloria y nos concede la gracia, es solo por Amor y nada más que por Amor, un Amor que es don de sí mismo, que sólo busca la unión con el amado, en este caso, cada hombre.
El Amor que nos dona el Niño de Belén es un Amor desinteresado, que desea que el alma se goce en la contemplación del Ser divino trinitario en la eternidad y esto es un don que ni siquiera puede ser imaginado y sólo puede ser agradecido, postrándonos en acción de gracias ante el Niño de Belén.
La contemplación de la escena de Belén nos debe conducir por lo tanto a una reflexión: el Niño Dios ha venido a este mundo para que nosotros, hombres, que somos nada más pecado, nos hagamos Dios por participación en la gracia santificante[3].




[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 702ss.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 701-702.
[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica.

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