“Verán
al Hijo del hombre venir con gran poder y gloria” (Lc 21, 20-28). Jesús profetiza acerca de la destrucción de
Jerusalén, lo cual sucedió en el año 70 de la era cristiana, pero también
profetiza acerca de su Segunda Venida y aunque no dice “cuándo” sucederá,
porque será un evento inesperado, repentino, que sucederá de improviso y que
tomará a la humanidad desprevenida, porque hasta ese momento la humanidad
vivirá sumergida en el pecado, “como si Dios no existiera” y es por eso que el
regreso de Jesús la tomará de sorpresa.
Existen
grandes diferencias entre la Primera y la Segunda Venida, las cuales serán muy
distintas: la Segunda Venida será en “gran poder y gloria”, es decir, no vendrá
más en carne, en la humildad y sencillez de nuestra naturaleza humana, como en
la Primera Venida, sino que vendrá glorioso y resucitado, acompañado de
legiones innumerables de ángeles a sus órdenes; no vendrá en el silencio y el
desconocimiento de la casi totalidad de la humanidad, como en la Primera
Venida, sino que será contemplado por toda la humanidad de todos los tiempos,
desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el Último Día; no vendrá como
el Jesús dulce y misericordioso de la Primera Venida, que con paciencia espera
a que le hagamos el favor –por así decir- de convertirnos y salir del pecado
para comenzar a vivir en gracia, sino que vendrá como Justo e Implacable Juez,
que dará a cada uno lo que cada uno mereció libremente con sus obras: a los
malos, a los que lo rechazaron y eligieron el pecado, les dará el horror eterno
del reino de las tinieblas, el Infierno y a los buenos, a los que eligieron la
gracia y lo reconocieron en la Eucaristía y en el prójimo, les dará la alegría
eterna del Reino de los cielos.
“Verán
al Hijo del hombre venir con gran poder y gloria”. No sabemos si estaremos en
esta vida terrena cuando suceda la Segunda Venida en la gloria, pero
independientemente de eso, seremos espectadores de la misma, porque todos
compareceremos ante el Justo Jueza, en el Día del Juicio Final. Es para el Día
del Juicio Final, el Día de la Ira de Dios, para el que debemos estar
preparados, vigilantes, con las túnicas ceñidas y las lámparas encendidas, para
así salir al encuentro de Nuestro Señor cuando llegue, para que Él nos
conduzca, de las tinieblas de esta vida terrena, a la luz eterna del Reino de
los cielos.
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