miércoles, 3 de abril de 2024

Octava de Pascuas de Resurrección 3


 

“Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-35). Jesús resucitado les sale al paso a dos de los discípulos que caminaban desde Jerusalén hasta Emaús, un pequeño pueblo distante a unos diez kilómetros de la Ciudad Santa.

Lo que llama la atención de este encuentro es el hecho de que los discípulos de Emaús, que eran cristianos, es decir, que conocían a Jesús, bien porque habían visto en persona sus milagros o habían escuchado sus enseñanzas o bien porque habían adherido a Jesús luego de escuchar hablar de Él, no lo reconocen. Es decir, Jesús en Persona les sale al encuentro, los saluda, camina con ellos, les explica las Escrituras -luego de llamarlos “hombres duros de entendimiento”- y los discípulos de Emaús, sin embargo, no lo reconocen. El semblante y el ánimo de los discípulos de Emaús, hasta ese entonces, es el de tristeza, desánimo y abatimiento, repitiendo así el patrón de los demás discípulos antes de su encuentro con Jesús resucitado. Los discípulos de Emaús habla con Jesús y lo tratan como si fuera un “extranjero”, como si ellos no lo conocieran, como si no supieran que es Él en Persona quien les está hablando. Lo que sucede es que hay algo que les falta para que puedan reconocer a Jesús resucitado, el Evangelio dice: “Algo impedía que lo reconocieran”. ¿Qué es eso que les impide reconocer a Jesús? ¿Qué es lo que les falta, para que dejen de tratar a Jesús como a un “extranjero” y lo traten como al Hombre-Dios resucitado de entre los muertos?

Les falta a todos el soplo del Espíritu Santo, Quien es el que ilumina las mentes y enciende los corazones, para que los discípulos puedan reconocer a Jesús resucitado y en este caso, Jesús lo hace al partir el pan, en medio de la Santa Misa: “Lo reconocieron al partir el Pan”.

También a nosotros nos puede suceder lo que a los discípulos de Emaús, el no reconocer a Jesús, glorioso y resucitado, en su Presencia Eucarística y esto a pesar de haber estudiado el Catecismo de Primera Comunión, el haber recibido el Sacramento de la Confirmación, el haber profundizado en nuestra fe de alguna u otra manera. También nosotros, como los discípulos de Emaús, andamos por la vida muchas veces con el semblante triste y abatido, como si Jesús no hubiera resucitado, como si Jesús fuera un extranjero, como si Jesús todavía estuviera muerto en el sepulcro; andamos por la vida sin reconocerlo en su Presencia gloriosa y resucitada en la Eucaristía y es así como muchos abandonan a Jesús, dejándolo solo en el sagrario, como si la Eucaristía no fuera Jesús glorioso, sino un pan simplemente bendecido en una ceremonia religiosa. También a nosotros Jesús nos dice: “¡Hombres duros de entendimiento! ¡Cuánto les cuesta creer en mi Palabra, en la promesa que les hice de quedarme todos los días entre ustedes, hasta el Día del Juicio Final, en la Sagrada Eucaristía!”. Y también para nosotros, Jesús hace el mismo milagro que hizo para los discípulos de Emaús: en cada Santa Misa, Jesús, al partir el Pan Eucarístico, infunde, sopla sobre nosotros el Espíritu Santo, para que lo reconozcamos en la fracción del Pan, para que iluminados por el Santo Espíritu de Dios, reconozcamos su Presencia gloriosa y resucitada en la Sagrada Eucaristía.

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