“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu” (Jn
3, 7b-15). Jesús les está revelando a sus discípulos acerca de una nueva forma
de nacer, una forma de nacer que es desconocida para los hombres: se trata del
nacimiento de lo alto, del nacimiento del Espíritu Santo. Nicodemo no entiende
de qué le está hablando Jesús, cree que, literalmente, un hombre debe nacer de
nuevo tal como nace por primera vez, es decir, desde el vientre de la madre.
Pero Jesús le aclara de qué se trata: es un nacimiento nuevo, desconocido para
los hombres, un nacimiento de Dios, un nacimiento del Espíritu Santo de Dios. Luego
Jesús les da una señal de cómo se habrá de producir este nuevo nacimiento, como
consecuencia de la efusión del Espíritu Santo y es cuando les anticipa
proféticamente que Él habrá de ser crucificado y traspasado: “Así como Moisés
elevó en alto la serpiente, así es necesario que el Hijo del hombre sea elevado
en alto, para que todo aquel que crea en Él, tenga vida eterna”. El “ser
elevado en alto” es, por supuesto, el momento de la crucifixión y el modo en el
que los que crean en Él tendrán vida eterna, es cuando reciban, a través de su
Sangre derramada en la cruz, el Espíritu Santo. Es decir, el Espíritu Santo que
el mismo Jesús les infundirá a los discípulos con la Sangre derramada en el
Calvario, es el mismo Espíritu que se infundirá a través de los Sacramentos,
principalmente el Sacramento del Bautismo y es el que concederá a los hombres
que lo reciban la Vida eterna, la Vida divina, la Vida absolutamente
sobrenatural del Sagrado Corazón de Jesús, que es a su vez la Vida Eterna de la
Trinidad.
“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu”. Desde
que recibimos el Bautismo sacramental, desde ese momento, iniciamos una nueva
vida, la vida de los hijos de Dios, porque recibimos el Espíritu Santo que nos
hizo nacer de lo alto, no ya como hijos humanos de padres humanos, sino como
hijos adoptivos del Padre celestial. Ésa es la razón por la que nuestro ser,
nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras obras, nuestras palabras,
deben reflejar la vida nueva de los hijos de Dios, quienes “estamos en este
mundo, pero no somos de este mundo”, porque pertenecemos al Reino de los cielos
y hacia Él nos dirigimos cada día que pasa en esta vida terrena.
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