miércoles, 10 de abril de 2024

 


“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu” (Jn 3, 7b-15). Jesús les está revelando a sus discípulos acerca de una nueva forma de nacer, una forma de nacer que es desconocida para los hombres: se trata del nacimiento de lo alto, del nacimiento del Espíritu Santo. Nicodemo no entiende de qué le está hablando Jesús, cree que, literalmente, un hombre debe nacer de nuevo tal como nace por primera vez, es decir, desde el vientre de la madre. Pero Jesús le aclara de qué se trata: es un nacimiento nuevo, desconocido para los hombres, un nacimiento de Dios, un nacimiento del Espíritu Santo de Dios. Luego Jesús les da una señal de cómo se habrá de producir este nuevo nacimiento, como consecuencia de la efusión del Espíritu Santo y es cuando les anticipa proféticamente que Él habrá de ser crucificado y traspasado: “Así como Moisés elevó en alto la serpiente, así es necesario que el Hijo del hombre sea elevado en alto, para que todo aquel que crea en Él, tenga vida eterna”. El “ser elevado en alto” es, por supuesto, el momento de la crucifixión y el modo en el que los que crean en Él tendrán vida eterna, es cuando reciban, a través de su Sangre derramada en la cruz, el Espíritu Santo. Es decir, el Espíritu Santo que el mismo Jesús les infundirá a los discípulos con la Sangre derramada en el Calvario, es el mismo Espíritu que se infundirá a través de los Sacramentos, principalmente el Sacramento del Bautismo y es el que concederá a los hombres que lo reciban la Vida eterna, la Vida divina, la Vida absolutamente sobrenatural del Sagrado Corazón de Jesús, que es a su vez la Vida Eterna de la Trinidad.

“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu”. Desde que recibimos el Bautismo sacramental, desde ese momento, iniciamos una nueva vida, la vida de los hijos de Dios, porque recibimos el Espíritu Santo que nos hizo nacer de lo alto, no ya como hijos humanos de padres humanos, sino como hijos adoptivos del Padre celestial. Ésa es la razón por la que nuestro ser, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras obras, nuestras palabras, deben reflejar la vida nueva de los hijos de Dios, quienes “estamos en este mundo, pero no somos de este mundo”, porque pertenecemos al Reino de los cielos y hacia Él nos dirigimos cada día que pasa en esta vida terrena.

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