“¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). Jesús se aparece
nuevamente a los discípulos, aunque esta vez es en un contexto diferente, que recuerda
a la Primera Pesca Milagrosa; de hecho, este encuentro, ya resucitado, se llama
“Segunda Pesca Milagrosa”, porque se repite casi como un calco el milagro de la
primera vez. Jesús se encuentra a orillas del Mar Tiberíades; durante la noche,
Pedro, Juan, y los otros discípulos, han salido a pescar pero infructuosamente,
según relata el Evangelio: “Esa noche no pescaron nada”. Cuando ya estaba
amaneciendo, Jesús, a la distancia, les pregunta si tienen algo para comer y
como no pescaron nada, le responden negativamente. Entonces Jesús les indica
dónde tienen que echar las redes y esta vez, al igual que sucedió con la Primera
Pesca, las redes vuelven a llenarse de peces, en tal cantidad, que “no podían
arrastrarla” a la red.
Hasta ese entonces, ni Pedro, ni Juan, ni ninguno de
los otros discípulos, había reconocido a Jesús, pero cuando se produce el
milagro, Juan Evangelista, que estaba junto a Pedro, se da cuenta de que quien
está en la orilla, es nada menos que Jesús y por eso exclama con un grito,
lleno de alegría: “¡Es el Señor!”. De inmediato, Pedro se lanza al agua,
mientras que los demás discípulos se encargan de llevar la barca con la red
llena de peces hacia la orilla.
Luego del milagro, todos reconocen a Jesús y así lo
dice el Evangelio: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién
eres?”, porque sabían que era el Señor”.
“¡Es el Señor!”. La exclamación de alegría, de
asombro, de felicidad, de parte del Evangelista Juan, al contemplar a Jesús
resucitado, debe hacernos reflexionar en la siguiente dirección: si San Juan
Evangelista, después del milagro de la Segunda Pesca Milagrosa, reconoce a
Jesús glorioso y resucitado, ¿porqué no sucede lo mismo con nosotros? Es decir,
Jesús realiza, por la Santa Misa, un milagro infinitamente más grande que el de
reunir peces en una red, realiza el milagro de la conversión del pan y del vino
en su Cuerpo y en su Sangre. Si esto es así, también nosotros, llenos de
alegría, de asombro, de sagrado estupor, deberíamos exclamar, junto al
Evangelista Juan, en cada Santa Misa, al contemplar a Jesús resucitado y
glorioso en la Eucaristía: “¡Es el Señor!”. Jesús en la Eucaristía es el Señor,
que está vivo, glorioso, resucitado, resplandeciente con la luz y la gloria de
la divinidad, oculto en apariencia de pan. Y eso nos debe llevar a exclamar, llenos
de sagrada alegría: “¡Es el Señor en la Eucaristía!”.
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