“Yo Soy la Luz” (Jn 12, 44-50). Jesús se llama
a Sí mismo “luz” y en realidad lo es, porque al ser Dios, es la Luz Increada y
Eterna en Sí misma, porque la naturaleza divina es luminosa. Jesús es el Cordero de Dios y el Cordero de Dios es, según
el Apocalipsis, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”, es la Luz del Reino de
los cielos, por esa razón el mismo Apocalipsis dice que quienes estén en el
Cielo no necesitarán “ni luz de lámpara ni luz de sol”, porque los alumbrará el
Cordero, Cristo Jesús.
Con respecto a la afirmación de Jesús de que es Él “la
luz del mundo”, debemos preguntarnos qué clase de luz es y qué significado
tiene desde el punto de vista sobrenatural. Ante todo, la luz que es Jesús es de naturaleza divina; no es una luz creada, sino celestial, sobrenatural, increada. En relación a su significado, en la Biblia, la luz es sinónimo de
gloria divina y esto porque el Acto de Ser divino trinitario es en Sí mismo
luminoso; el Ser divino de la Trinidad es Luz Eterna, Increada, porque es
gloria divina. En Dios, su gloria es luz y por esta razón la luz es sinónimo de
gloria divina. Cuando Jesús se transfigura, al poco tiempo de nacer, en la Epifanía y luego en
el Monte Tabor, en la Transfiguración, lo que hace es dejar ver, visiblemente,
sensiblemente, por un instante, el resplandor de la gloria divina; hace ver que
es Dios en cuanto Él, poseyendo la gloria divina, es al mismo tiempo la Luz
Eterna, divina, gloriosa, que emana del Ser divino trinitario, como uno de sus
atributos fundamentales.
Otro aspecto a tener en cuenta es que la luz que es Jesús,
además de ser de naturaleza divina -por esto la luz artificial que conocemos es
solo imagen de la Luz Eterna que es Dios-, es una luz viva, es una luz que
tiene vida, pero no una vida cualquiera, sino la Vida misma de la Trinidad, que
comunica de su Vida divina a quien alumbra. Esto explica la frase de Jesús: “El
que cree en Mí no permanece en tinieblas”, refiriéndose obviamente a las tinieblas
espirituales. Quien adora a Jesús Eucaristía, es iluminado, aun cuando no se de
cuenta de ello, por el mismo Jesús, desde la Eucaristía, recibiendo de Él su
luz divina y eterna, luz que le permite caminar por las tinieblas de este mundo
sin peligro alguno. De esto se deduce el don inconmensurable de la fe en Cristo
y en Cristo Eucaristía, porque quien adora la Eucaristía, vive iluminado por el
Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial. También de esto se
deduce que, si de veras amamos al prójimo, debemos rezar por su conversión
eucarística, para que nuestro prójimo también reciba la Luz Eterna, que concede
la vida divina trinitaria, a quien ilumina.
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