“Era tal la alegría que se resistían a creer” (Lc
24, 35-48). Jesús resucitado se aparece nuevamente a los discípulos, pero esta
vez lo hace “en medio de ellos”, puesto que se encontraban en una casa a puertas
cerradas “por temor a los judíos”. Al ver a Jesús, los discípulos vuelven a
repetir el patrón de conducta de todos los demás discípulos a los cuales se les
aparece Jesús: se encontraban “atónitos y llenos de temor” y en vez de a Jesús,
“creían ver un espíritu”. Solo cuando Jesús les muestra las heridas de sus
manos, de sus pies y de su costado y luego de que “les abriera la inteligencia
para que pudieran comprender las Escrituras”, los discípulos reconocen ahora sí
a Jesús resucitado, cambiando por completo su estado de ánimo. Si antes estaban
“llenos de miedo” y “creían ver un espíritu”, ahora, en cambio, saben que es Jesús,
porque Jesús les ha soplado el Espíritu Santo que les ha abierto la
inteligencia y ahora están tan alegres que “se resistían a creer”: “Era tal la
alegría que se resistían a creer”.
Esta es una característica que se repite en todos los
encuentros de Jesús resucitado con los discípulos: hay una primera fase en la
que los discípulos están como ciegos, porque no saben quién es Jesús; lo
confunden con el jardinero -María Magdalena-, con un extranjero -los discípulos
de Emaús-, o con un espíritu -los discípulos que están en la casa con las
puertas y ventanas cerradas; luego, una segunda fase, después de que Jesús les
sople el Espíritu Santo, los discípulos no solo reconocen a Jesús, sino que se
llenan de alegría, una alegría que incluso llega a ser sensible, como en los
discípulos de Emaús: “¿No ardían nuestros pechos cuando nos hablaba?”.
La razón de esta alegría que experimentan todos los
discípulos, después de reconocer a Jesús glorioso, es que Jesús les participa
de su misma alegría, ya que Él, siendo Dios Eterno, es la “Alegría Increada”,
la “Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría
infinita”. Si conociéramos o si experimentáramos, al menos brevemente, la
alegría de Jesús resucitado y glorioso, no dudaríamos un instante en seguirlo y
en dejar todo en pos de Jesús. Pero si Jesús permite que no experimentemos esta
alegría, es para nuestro bien, es para que lo sigamos a Él, por ser Quien Es, Dios
de majestad y amor infinitos y no por lo que nos da; si experimentáramos esta
alegría cada vez que recibimos a Jesús en la Eucaristía, lo seguiríamos por el
consuelo de recibir esa alegría y no por seguir a Jesús por lo que Es. Como dice
Santa Teresa de Ávila, tenemos que buscar “al Dios de los consuelos, y no a los
consuelos de Dios”. Esto quiere decir que con toda probabilidad no vamos a
experimentar la alegría de los discípulos al recibir a Jesús glorioso y
resucitado en la Eucaristía, pero nos debe bastar el saber que se trata de Él
en Persona cuando comulgamos, para que nuestras almas experimenten, aun en
medio de las tribulaciones y dificultades de la vida, una serena paz y alegría,
la paz y la alegría de saber que la Eucaristía no es un pan bendecido sino el
Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús Resucitado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario