viernes, 5 de abril de 2024

Octava de Pascuas de Resurrección 4

 


“Era tal la alegría que se resistían a creer” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece nuevamente a los discípulos, pero esta vez lo hace “en medio de ellos”, puesto que se encontraban en una casa a puertas cerradas “por temor a los judíos”. Al ver a Jesús, los discípulos vuelven a repetir el patrón de conducta de todos los demás discípulos a los cuales se les aparece Jesús: se encontraban “atónitos y llenos de temor” y en vez de a Jesús, “creían ver un espíritu”. Solo cuando Jesús les muestra las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado y luego de que “les abriera la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”, los discípulos reconocen ahora sí a Jesús resucitado, cambiando por completo su estado de ánimo. Si antes estaban “llenos de miedo” y “creían ver un espíritu”, ahora, en cambio, saben que es Jesús, porque Jesús les ha soplado el Espíritu Santo que les ha abierto la inteligencia y ahora están tan alegres que “se resistían a creer”: “Era tal la alegría que se resistían a creer”.

Esta es una característica que se repite en todos los encuentros de Jesús resucitado con los discípulos: hay una primera fase en la que los discípulos están como ciegos, porque no saben quién es Jesús; lo confunden con el jardinero -María Magdalena-, con un extranjero -los discípulos de Emaús-, o con un espíritu -los discípulos que están en la casa con las puertas y ventanas cerradas; luego, una segunda fase, después de que Jesús les sople el Espíritu Santo, los discípulos no solo reconocen a Jesús, sino que se llenan de alegría, una alegría que incluso llega a ser sensible, como en los discípulos de Emaús: “¿No ardían nuestros pechos cuando nos hablaba?”.

La razón de esta alegría que experimentan todos los discípulos, después de reconocer a Jesús glorioso, es que Jesús les participa de su misma alegría, ya que Él, siendo Dios Eterno, es la “Alegría Increada”, la “Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría infinita”. Si conociéramos o si experimentáramos, al menos brevemente, la alegría de Jesús resucitado y glorioso, no dudaríamos un instante en seguirlo y en dejar todo en pos de Jesús. Pero si Jesús permite que no experimentemos esta alegría, es para nuestro bien, es para que lo sigamos a Él, por ser Quien Es, Dios de majestad y amor infinitos y no por lo que nos da; si experimentáramos esta alegría cada vez que recibimos a Jesús en la Eucaristía, lo seguiríamos por el consuelo de recibir esa alegría y no por seguir a Jesús por lo que Es. Como dice Santa Teresa de Ávila, tenemos que buscar “al Dios de los consuelos, y no a los consuelos de Dios”. Esto quiere decir que con toda probabilidad no vamos a experimentar la alegría de los discípulos al recibir a Jesús glorioso y resucitado en la Eucaristía, pero nos debe bastar el saber que se trata de Él en Persona cuando comulgamos, para que nuestras almas experimenten, aun en medio de las tribulaciones y dificultades de la vida, una serena paz y alegría, la paz y la alegría de saber que la Eucaristía no es un pan bendecido sino el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús Resucitado.

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