(Ciclo A – 2017)
“El
que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz
cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús
explicita las condiciones para ser su discípulo: querer, renunciar, cargar la
cruz, seguirlo. Jesús dice “el que quiera”, lo cual significa que no obliga a
nadie a seguirlo; ser discípulo de Jesús es una cuestión de libre elección, de
ejercicio de aquello que constituye la imagen de Dios en el hombre, y es la
libertad. Si alguien “quiere” seguirlo, lo hará libremente; si alguien “no
quiere” seguirlo, también lo hará libremente, aunque quien elija esta última
opción, sabe también cuál es la consecuencia directa de no seguirlo, y es la
pérdida eterna del alma. La segunda condición para ser discípulo de Jesús es “renunciar
a sí mismo”, lo cual significa contrariar al hombre viejo, al hombre dominado
por las pasiones, al hombre al que seducen y atraen las concupiscencias de la
carne –sensualidad- y del espíritu –soberbia-; la renuncia de sí mismo es la renuncia
del hombre que lleva en sí las consecuencias del pecado original y de modo
concreto, se traduce en renunciar al defecto dominante –por ejemplo, la
impaciencia, o la soberbia, o la pereza, y así con cada pecado capital- y
esforzarse por crecer en la gracia y en la virtud cristianas, no meramente
humanas. Otra condición es “cargar la cruz de cada día”, y esto significa tomar
la decisión de querer crucificar al hombre viejo, de conducirlo al Calvario,
para que allí muera y de esa manera, sea posible el nacimiento del hombre
nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante. La última condición, es
“seguirlo”, porque nadie puede salvar el alma por sí mismo, puesto que sólo
Jesús es el Único Salvador y Redentor, pero este Salvador y Redentor se dirige,
con la cruz, hacia la cima del Monte Calvario, de manera que si pretendemos
tomar otro camino que no sea el seguir los pasos de Jesús, que conducen al
Calvario, de nada valdrán ni la renuncia a sí mismos, ni el cargar la cruz. Jesús
es el “Camino, la Verdad y la Vida”, y nadie puede salvarse, esto es, “ir al
Padre”, sino es por Él.
Ahora
bien, como el mismo Jesús lo dice, y como lo hemos hecho notar, Jesús no obliga
a nadie a seguirlo, puesto que el hombre es libre –en esto constituye su imagen
y semejanza de Dios- y, en el ejercicio de su libertad, puede elegir, sin
coacción alguna, el no seguir a Dios, pero como esto implica la pérdida del
alma, Jesús nos advierte cuáles son las consecuencias de elegir el mundo en vez
de elegirlo a Él, y nos lo plantea por medio de una paradoja: “El que quiera
salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará”. ¿Por qué?
Porque “el que quiera salvar su vida” terrena, la entregará al mundo, al
dinero, al demonio, y estos perderán su alma para siempre, para la eternidad;
en cambio, el que pierda su vida para Cristo y el Evangelio, muriendo al propio
yo en la Cruz, la ganará para el cielo, para la vida eterna, porque Cristo lo
vivificará con su gracia. Si alguien elige no seguirlo, eso implica abandonar
la vida de la gracia y vivir sumergido en el pecado, y es por eso que Jesús
vuelve a remarcar las consecuencias de esta elección, esta vez, por medio de
una pregunta: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y
arruina su vida?”. Parafraseando al Señor, podríamos decir: “¿De qué le sirve
al hombre ganar todo el dinero del mundo, si pierde la gracia que lo salva?”.
La
Cuaresma es el tiempo de gracia propicio para elegir la renuncia al pecado y al
hombre viejo, para seguir a Jesús, camino del Calvario.
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