(Domingo
III - TC - Ciclo C – 2016)
“Si ustedes no se arrepienten, todos van a perecer” (Lc 13, 1-9). Jesús trae a colación dos
hechos trágicos, en el que murieron de forma violenta varias personas,
advirtiéndoles que el hecho de que hayan muerto de esa manera, no significa que
ellos eran pecadores y necesitaban conversión, mientras que los que no murieron
así, no eran pecadores y por lo tanto no necesitaban conversión. El ejemplo y
la aclaración de Jesús es sumamente necesario, porque en el mundo bíblico la
muerte violenta –como los ejemplos que trae Jesús- era considerada como un
castigo divino por los pecados cometidos. Jesús –que es Dios- les advierte que
no es así, puesto que todos los hombres necesitamos conversión; se trata de una
advertencia para quien, creyéndose ya convertido, piensa que no necesita hacer
nada más por su conversión, lo cual es un error, porque la conversión –que es,
en definitiva, el trabajo por la santidad, para que prevalezca el hombre nuevo
sobre el hombre viejo-, es una tarea de todos los días, hasta el día de la
propia muerte.
Ahora bien, la advertencia de Jesús va seguida de un
consejo: “conviértanse”, porque "de lo contrario, correrán la misma suerte": Jesús nos llama a la conversión, porque la falta de conversión implica estar en un riesgo vital, según sus palabras textuales. Ahora bien, para convertirse, el cristiano
debe obrar, de modo concreto y efectivo, porque solo quien obra –en nombre de
Cristo y para Cristo-, demuestra que busca la conversión y demuestra también
que su fe está viva, puesto que si no se busca la conversión, no se obra, y si
no se obra de acuerdo a lo que se cree, es porque la fe está muerta: “Una fe
sin obras es una fe muerta”.
¿En qué debe trabajar el cristiano para convertirse? No en los demás, sino en sí mismo y el modo de hacerlo es tomando a los Sagrados Corazones de Jesús y de María como modelos, ejemplos y fuentes inagotables de toda virtud: el cristiano debe comparar su corazón –no el del prójimo, sino el suyo- con los Corazones de Jesús y de María y tender hacia la perfección, esto es, hacia la imitación de Cristo y la imitación de María. Y esto, de modo concreto, constante, diario, en las pequeñas cosas de todos los días. Por ejemplo, quien es susceptible –es decir, se ofende por cualquier cosa-, demuestra una gran soberbia, y la soberbia es la antítesis exacta de la humildad, la virtud del Sagrado Corazón de Jesús y también del Inmaculado Corazón de María. Entonces, el cristiano debe preguntarse: “Jesús y María son humildes y yo soy soberbio, porque me ofendo por cualquier cosa, incluso hasta por cosas que sólo existen en mi imaginación (hay personas que dialogan consigo mismas y terminan enojándose con el prójimo por pensamientos que sólo existen en su mente); ¿qué puedo hacer, de modo concreto, para disminuir mi soberbia y adquirir, aunque sea mínimamente, algo de humildad?”. De la comparación con los Sagrados Corazones de Jesús y María, surge casi de forma inmediata qué es lo que debo hacer para imitarlos, para adquirir y/o crecer en cualquier virtud que sea. Y así con todas las virtudes, trabajando todos los días, todo el día, esforzándose por la imitación de Jesús y María. Un trabajo espiritual de este tipo demuestra que esa alma se esfuerza por la conversión, que es precisamente girar el corazón, desde las cosas terrenas y bajas –las propias pasiones, el propio yo, el orgullo-, hacia Jesús, tal como hace el girasol cuando amanece, cuando comienza a salir el sol.
¿En qué debe trabajar el cristiano para convertirse? No en los demás, sino en sí mismo y el modo de hacerlo es tomando a los Sagrados Corazones de Jesús y de María como modelos, ejemplos y fuentes inagotables de toda virtud: el cristiano debe comparar su corazón –no el del prójimo, sino el suyo- con los Corazones de Jesús y de María y tender hacia la perfección, esto es, hacia la imitación de Cristo y la imitación de María. Y esto, de modo concreto, constante, diario, en las pequeñas cosas de todos los días. Por ejemplo, quien es susceptible –es decir, se ofende por cualquier cosa-, demuestra una gran soberbia, y la soberbia es la antítesis exacta de la humildad, la virtud del Sagrado Corazón de Jesús y también del Inmaculado Corazón de María. Entonces, el cristiano debe preguntarse: “Jesús y María son humildes y yo soy soberbio, porque me ofendo por cualquier cosa, incluso hasta por cosas que sólo existen en mi imaginación (hay personas que dialogan consigo mismas y terminan enojándose con el prójimo por pensamientos que sólo existen en su mente); ¿qué puedo hacer, de modo concreto, para disminuir mi soberbia y adquirir, aunque sea mínimamente, algo de humildad?”. De la comparación con los Sagrados Corazones de Jesús y María, surge casi de forma inmediata qué es lo que debo hacer para imitarlos, para adquirir y/o crecer en cualquier virtud que sea. Y así con todas las virtudes, trabajando todos los días, todo el día, esforzándose por la imitación de Jesús y María. Un trabajo espiritual de este tipo demuestra que esa alma se esfuerza por la conversión, que es precisamente girar el corazón, desde las cosas terrenas y bajas –las propias pasiones, el propio yo, el orgullo-, hacia Jesús, tal como hace el girasol cuando amanece, cuando comienza a salir el sol.
Hacia el final, Jesús refuerza la idea de la necesidad imperiosa
de la conversión, con la parábola de la higuera que no da frutos y que está a
punto de ser cortada, hasta que intercede alguien para que no sea cortada,
suplicándole al dueño que la deje un tiempo más, esperando a que dé frutos. El dueño
de la higuera es Dios Padre; la higuera estéril somos nosotros, que no nos
decidimos a vivir como cristianos, buscando siempre vivir como paganos, lejos
de la cruz de Cristo y sin importarnos su imitación; la higuera estéril hachada,
es el cristiano al que Dios se cansó de esperar para que diera frutos y lo
llama a su Presencia, para recibir el Juicio Particular y el correspondiente
castigo por sus malas obras, por su corazón sin conversión; el que intercede
ante el dueño de la higuera para que ésta no sea cortada, es Jesucristo, quien
desde la cruz, muestra al Padre sus heridas y su Sangre que brota de ellas a
borbotones, suplicando clemencia al Padre y pidiendo que nos dé un poco más de
tiempo, a ver si en algún momento decidimos empezar a trabajar por nuestra
conversión y comenzamos a dar frutos de santidad. La conversión es
necesaria para salir de un gran peligro espiritual, común a todos los
cristianos –seamos sacerdotes o laicos, según San Antonio de Padua: “El gran
peligro de los cristianos es predicar y no practicar; creer, pero no vivir de
acuerdo a lo que se cree”.
Y Dios, mirando a su Hijo en la cruz, golpeado, malherido,
agonizante, sangrante, sólo por las heridas y las súplicas de su Hijo, nos concede más tiempo para que nos convirtamos. Pero Dios no espera infinitamente, porque
la vida terrena tiene un límite. ¿Cuánto tiempo más vamos a esperar para
convertirnos? No sabemos hasta cuándo Dios esperará y soportará nuestra
decidia, nuestra pereza espiritual, por lo que la Cuaresma es un tiempo de
gracia adecuado, dispuesto por la Providencia, para que dejemos de comportarnos como
paganos, como hijos de las tinieblas y comencemos, de una vez por todas, a
vivir como cristianos, como hijos de Dios, como hijos de la luz.
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