“Venid,
benditos (…) Apartaos, malditos” (cfr. Mt
25, 31-46). En el día del Juicio Final, Jesús les dirá, a los que se salven: “Venid,
benditos”, mientras que, a los que se condenen, les dirá: “Apartaos, malditos”.
¿En qué se basará para bendecir a unos y maldecir a otros? En las obras
libremente realizadas por cada uno: a quienes libremente practiquen la
misericordia para con sus prójimos más necesitados, les dará misericordia, los
bendecirá y los introducirá en su Reino, para siempre. En cambio, a los que
libremente se negaron a ser misericordiosos, les negará misericordia, los
maldecirá, y los arrojará fuera de su Presencia, el Infierno. Ambos destinos,
son para siempre.
“Venid,
benditos (…) apartaos, malditos”. Jesús es un Dios Misericordioso, y puede que,
quienes interpretan mal a esta misericordia, consideren que Jesús es incapaz de
maldecir, y sin embargo, sí lo hará, al fin de los tiempos. No de modo
arbitrario –lo cual sería algo injusto-, sino según su Divina Justicia, porque
dará a los buenos lo que los buenos se ganaron con sus obras libremente
realizadas, y dará a los malos lo que los malos libremente escogieron con sus
malas obras y con sus ausencias de obras de misericordia. Por lo tanto, es
injusto acusar a Dios de la condenación eterna de un alma –o de un ángel-,
porque lo que Él hace con su Divina Justicia es simplemente respetar, al
máximo, la libre decisión, sea del hombre o del ángel, de realizar o no obras
buenas. El encuentro con el prójimo más necesitado se convierte, en esta
perspectiva, en la oportunidad de ganar el cielo, para siempre, si obramos para
con él la misericordia, aunque también se convierte en la oportunidad de
perderlo para siempre y de ganar el Infierno, si es que cerramos nuestro
corazón a su pedido de auxilio. En este sentido la Cuaresma, al ser un tiempo
dedicado exclusivamente a la penitencia y a las obras de misericordia, es un
tiempo ideal para ganar el cielo.
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