“Os
dejo la paz, os doy mi propia paz” (Jn
14, 27). Antes de sufrir su Pasión, Jesús deja a su Iglesia uno de los más
preciados dones para la humanidad entera: la paz. ¿De qué paz se trata? Jesús mismo
nos encamina a la respuesta: la paz que deja a su Iglesia es su paz, que es la paz de Dios; no es la
paz del mundo, como Él mismo lo dice: “Os dejo la paz, os doy mi propia paz, pero
no como la da el mundo”. Jesús establece una diferencia neta entre la “paz del
mundo” y la “paz de Dios”, que es la que da Él. ¿Cuáles son estas diferencias? Ante
todo, la paz del mundo es extrínseca al hombre y no compromete su interior; es
decir, el mundo da una paz que podríamos llamar “social”, pero que no apacigua
el espíritu del hombre. Otra diferencia está en aquello que causa la paz: en el
mundo, la paz significa mera ausencia de conflictos, sin comprometer el estado
espiritual del hombre: así, puede haber paz social –por un acuerdo entre los
miembros de la sociedad, por tratados civiles, etc.-, pero puesto que esto se
refiere sólo a lo externo, la paz del mundo coexiste con un estado de violencia
interior en el hombre. Por el contrario, la paz de Dios, que es la que da Cristo
Jesús, es eminentemente espiritual e interior, y está causada por la gracia
santificante, que quita de raíz aquello que enemista al hombre con Dios y le
quita la paz: el pecado. Pero no solo esto: al quitar el pecado, la gracia
apacigua y pacifica al alma, porque la hace partícipe de la naturaleza y de la
vida de Dios, que es paz en sí mismo. La paz de Cristo es entonces la verdadera
paz que necesita el hombre, porque no solo quita el factor de enemistad con
Dios –el pecado-, sino que lo colma sobreabundantemente con la vida divina
misma, al conceder la participación en la naturaleza de Dios. En otras
palabras, el hombre que recibe la gracia santificante de Jesucristo, no solo ve
eliminada la barrera que lo separaba y enemistaba con Dios, quitándole la paz, sino
que ahora está unido a Dios por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que es
pacífico en sí mismo al ser Él es la Paz Increada.
“Os
dejo la paz, os doy mi propia paz”. Desde la cruz, Jesús nos dona la paz con su
Sangre derramada; por la Eucaristía, Jesús derrama su paz, no la paz del mundo,
sino la paz de Dios, sobre quienes lo reciben con fe y con amor. Entonces, es esta
paz, la paz de Dios que el alma recibe de Jesucristo, la que el cristiano debe
dar a su prójimo; todo cristiano debería decir a su prójimo -más con obras de
misericordia que con palabras-: “Te doy la paz de Cristo, te dejo la paz de
Cristo, la paz que Él me dio al lavar mis pecados con su Sangre y al donarme su
vida divina con su sacrificio en cruz”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario