jueves, 22 de enero de 2015

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés (…) Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”.


Jesús llama a Simón, Andrés, Santiago y Juan

(Domingo III - TO - Ciclo B – 2015)

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés (…) Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”. Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron” (Mc 1, 14-20). Jesús camina por la orilla del mar de Galilea; encuentra a Simón y a Andrés, que están pescando, y les dice: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”. El Evangelio relata la prontitud y celeridad de la respuesta de los hermanos llamados por Jesús: “Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron”. “Inmediatamente”, dejan sus redes, y no sólo, sino toda su vida anterior, para seguir a Jesús. Hacia el final del pasaje, sucederá lo mismo con Santiago y Juan, hijos de Zebedeo. En efecto, dice el Evangelio: “Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron”.
         Los hermanos Simón y Andrés, y los demás que fueron llamados por Jesús ese día en el mar de Galilea, no podían ni siquiera imaginar, al comenzar ese día, lo que habría de sucederles más tarde, y que cambiaría sus vidas para siempre: el encuentro y el llamado de Jesús de Nazareth, y no podían siquiera imaginar, porque de este encuentro con Jesús, no solo cambiaría para siempre su ocupación, que de material pasaría a ser espiritual, porque se dedicarían a salvar almas, sino que su destino eterno quedaría sellado para siempre, porque a partir del encuentro con Jesús, sus vidas terrenas se unieron al misterio pascual del Cordero, que por la cruz, los condujo a la felicidad de la bienaventuranza eterna.
           Es esta inmediatez e dejarlo todo, no solo lo que tenían entre manos, sino toda su vida anterior, para seguir a Jesús, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué vieron, qué fue lo que sintieron, qué fue lo que los hizo dejar literalmente todo, para seguir a Jesús? ¿Qué sucedió en sus almas, para que unos pobres e ignorantes pescadores, enfrascados en su tarea cotidiana, lo dejaran todo al instante, sin vacilar, para seguir a Jesús y terminar dando la vida por Él, convirtiéndose en los más grandes santos entre los santos? Si ellos eran simples pescadores, y por lo tanto, su nivel cultural y de instrucción general era escaso, ¿acaso podían saber qué significaba el ser “pescadores de hombres”, tal como les anuncia Jesús? ¿Qué vieron en Jesús, qué experimentaron en sus corazones, qué escucharon en lo más profundo de sus almas, al oír la voz de Jesús, para que estos pescadores dejaran todo al instante y lo siguieran hasta la muerte de cruz?
         ¿Qué fue lo que estos pescadores vieron en Jesús, para seguirlo inmediatamente hasta la muerte de cruz? ¿Qué vieron estos pescadores en el llamado de Jesús, un llamado que los conduciría, de las orillas del mar, al cielo infinito, en donde ahora y por toda la eternidad, adoran al Cordero?
Vieron lo que ven los santos en Jesús, iluminados por la luz del Espíritu Santo: vieron en Jesús a Dios Hijo encarnado y escucharon en su voz humana, su voz amorosísima, que es la voz de Dios; vieron en Jesús no al “carpientero , el hijo de María y José” (cfr. Mc 6, 3), no al “hijo del carpintero” (Mt 13, 55), como lo llamaban en su pueblo, sino al Hijo del Eterno Padre que, encarnado en una naturaleza humana, los llamaba con un llamado que no solo escuchaban con sus oídos, sino ante todo con la vibración del alma, porque el que los llamaba era el Amor de Dios encarnado, la Divina Misericordia personificada, que mediante la voz humana de Jesús de Nazareth, hacía vibrar sus almas con la ternura del Amor Divino, a la vez que las encendía en el Fuego del Espíritu Santo, y era este Amor Divino, encendido en sus corazones por el solo hecho de escuchar y de ver al Cordero de Dios, Jesús de Nazareth, lo que hizo que los pescadores de mar cambiaran de oficio y aceptaran la misión de “pescar hombres”, es decir, de salvar almas de la eterna condenación y de conducirlas a la eterna bienaventuranza, no ya en sus barcas de madera, sino en la Barca Divina, la Nueva Arca de la Alianza, la Iglesia Santa del Cordero.

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés (…) Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”. También a nosotros nos dice hoy, Jesús, desde la Eucaristía: “Síganme, en el cumplimiento de la Ley Nueva del Amor, y los haré pescadores de hombres; síganme, carguen su cruz y vengan detrás de Mí por el Camino Real de la cruz, y les daré almas para salvar de la eterna condenación; síganme, en la imitación de la bondad y mansedumbre de mi Sagrado Corazón, y les daré corazones deseosos de amar a Dios en el tiempo y adorarlo en la eternidad; síganme, con la cruz a cuestas, camino del Calvario, y luego de un breve paso por la prueba, la humillación, la negación y el sacrificio, dejarán esta vida terrena, para gozar de la eterna felicidad en el seno de mi Padre; síganme, cristianos, los haré pescadores de hombres y así salvarán sus almas y las de sus hermanos, y junto con ellos podrán gozar de la felicidad sin fin en el Reino de los cielos”.

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