“Jesús
instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el
poder de expulsar a los demonios” (Mc
3, 13-19). Desde que inicia la misión encomendada por el Padre, de salvar a la
humanidad con su sacrificio redentor en cruz, de modo público, como el Mesías y
Salvador, como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, Jesús llamó
a hombres, a quienes eligió de entre la multitud, con un amor de predilección,
y los eligió porque quería, de esa manera multiplicar su presencia y propagar
su mensaje por medio de ellos [1]. Es así como llama primero
a los cuatro primeros discípulos para que sean “pescadores de hombres” (Mt 4, 18-22) y luego elige a doce para
que “estén con Él” y para que, como Él, “anuncien el Evangelio y expulsen a los
demonios” (Mc 3, 14). La elección de
Jesucristo es, como todas las cosas hechas por Dios, pero esta elección de un
modo especial, hecha sobre la base de la decisión de las Tres Divinas Personas,
quienes eligen a los discípulos y apóstoles, no por las cualidades humanas,
sino por Amor. Una vez elegidos y nombrados, los envía en misión a hablar en su
nombre y revestidos de su autoridad; los apóstoles “lo dejan todo” y siguen a
Jesús y viven con Él, durante los tres años de la vida pública de Jesús, y es
así como, entre otras cosas, colaboran en la distribución de los panes multiplicados
milagrosamente en el desierto (Mt 14,
19) y reciben autoridad especial sobre la comunidad que deben dirigir (Mt 16, 18). Es decir, mucho más que
simples ayudantes o meros delegados técnicos y consultivos del fundador de una
nueva religión, los Doce Apóstoles constituyen los fundamentos del “Nuevo Israel”,
cuyos jueces serán en el último día (Mt
19, 28), que es lo que simboliza el número 12 del colegio apostólico. Por otra
parte, será a ellos a quienes, ya resucitado, y siempre como una muestra de
amor de predilección, Jesús se les aparecerá estando ellos reunidos, dándoles el
encargo explícito de “hacer discípulos y de bautizar a todas las naciones” en
nombre de la Santísima Trinidad (Mt
28, 18) y con la gracia santificante, conseguida por Él al precio del
derramamiento de su Sangre en la cruz. Además de esto, la misión encargada
luego de la Resurrección, implica el hecho de que deberán ser “testigos de
Cristo”, es decir, deberán atestiguar que el Cristo resucitado es el mismo
Jesús con el que habían vivido (Hch
1, 8. 21), lo cual constituye el punto central de la fe católica, porque esto
quiere decir que Jesús es Dios, ya que los milagros, señales y prodigios
obrados por Jesús y atestiguados en persona por los Doce, solo pueden ser
hechos por Dios en Persona. El testimonio de los Doce Apóstoles será por lo
tanto esencial para la fe de la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica,
Apostólica y Romana, porque esta fe atestigua que Jesús no es un simple hombre
y que por esto, sus milagros y portentos –el primero de todos, la conversión del
pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Última Cena, al
instituir la Eucaristía obrando el prodigio de la Transubstanciación-, son todos
reales y verídicos, obrados por Dios Hijo encarnado y no inventos fantasiosos de comunidades cristianas
primitivas que idealizan a su líder fallecido, pero que en realidad, nunca
realizó tales milagros, como pretende el racionalismo y el modernismo. Es por esta razón que los Doce son, para siempre el
fundamento de la fe Iglesia: “El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre
ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Ap 21, 14).
Ante
todo, constituyen el fundamento de la fe de la Iglesia por el hecho de que, al
haber vivido con Jesús durante los tres años de su vida pública fueron testigos
privilegiados de los misterios de la vida terrena del Cordero, de su misterio
pascual de muerte y resurrección. Los Apóstoles, al ser llamados por Jesús,
vivieron con Él y esto significa que, por lo tanto, recibieron personalmente de
Él sus enseñanzas; fueron testigos oculares y presenciales de sus milagros y fueron
testigos de sus enfrentamientos con los fariseos y, si bien defeccionaron
brevemente en la Pasión, puesto que lo abandonaron, estuvieron con Él en la
crucifixión y luego, Jesús resucitado se les apareció estando ellos reunidos, para
después enviarles el Espíritu Santo en Pentecostés: toda esta vivencia
experiencial de los Doce adquiere un valor trascendental y sobrenatural para la
vida de la fe de la Iglesia fundada por Jesucristo, puesto que la fe
transmitida por los Doce se convierte en la fe de la Iglesia naciente. Esto
explica que, tres siglos más tarde, cuando se redactó el Credo que condensa la
fe de la Iglesia, se le llamó “Símbolo de los Apóstoles”, porque la parte
esencial del Credo se fundamenta en la enseñanza y el testimonio de los
apóstoles, que se basa a su vez en su condición de testigos oculares del
Cordero. Con esta designación del Credo como “Símbolo de los Apóstoles”, se
quería significar que la fe de la Iglesia universal, es decir, aquello en lo
que cree, es la misma fe de los Doce Apóstoles. Es decir, en base al testimonio
de los apóstoles, es que se fue redactando el texto de lo que hoy se conoce
como el “Símbolo de los Apóstoles”[2] o Credo, que es la
profesión de fe oficial y pública de la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y
Apostólica.
El
Credo se llama, por tanto, “Símbolo Apostólico” porque sirve de señal de
reconocimiento y de unidad de los católicos; porque a pesar de no haber sido
escrito de puño y letra por los apóstoles, se fundamenta en sus enseñanzas y
porque los apóstoles fueron los primeros que profesaron que Jesús es el Kyrios, el Señor de la gloria[3], y con esto se significa que
Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo encarnado.
“Jesús
instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el
poder de expulsar a los demonios”. Nosotros, no somos el fundamento de la
Iglesia, ni fuimos testigos presenciales de los milagros y de las enseñanzas
del Señor Jesucristo; sin embargo, fuimos llamados por el mismo Jesucristo en
Persona, el día de nuestro Bautismo, para formar parte de su Iglesia y prolongar
la misión de los Apóstoles: así como ellos fueron elegidos para multiplicar la
presencia de Jesús y propagar su mensaje, así también nosotros estamos llamados
a multiplicar la presencia de Jesús y propagar su mensaje, el mensaje de la
caridad, del Amor de Dios derramado por su Sangre en la cruz, y esto por medio,
no de discursos ni homilías, sino con la santidad de vida; y así como los Doce
Apóstoles, siendo testigos oculares de los milagros de Jesucristo, dieron
testimonio de la divinidad de su Persona, así estamos llamados a ver la vida
presente con los mismos ojos de los Apóstoles, es decir, con la fe de la
Iglesia y si bien no fuimos testigos oculares, presenciales, de Jesucristo, como lo fueron
los Apóstoles, sí somos testigos oculares, presenciales, directos, de la
Presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento del altar, la Eucaristía, que se
obra y actualiza cada vez en la Santa Misa por el milagro de la
Transubstanciación y por lo tanto nuestra misión consiste, de manera análoga a
la de los Doce, en dar testimonio de vida de esta Presencia Eucarística.
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