“Jesús
lo increpó diciendo: ‘¡Cállate, sal de este hombre!” (Mc 1,25). Jesús realiza un exorcismo, expulsando a un demonio que se
había apoderado del cuerpo de un hombre. El episodio nos muestra, por un lado,
que Jesús es Dios, pues con una sola orden suya, el demonio sale inmediatamente
del cuerpo del poseso, dejándolo libre y esto no podría suceder si Jesús fuera
un simple hombre; al ser Dios, Jesús es el Creador de los ángeles, incluidos
los rebeldes, quienes fueron creados buenos, pero se volvieron perversos y
malignos por propia voluntad, apartándose libre y voluntariamente del Amor de
Dios, de Dios, que es Amor, y el hecho de que Jesús sea Dios Creador, explica el poder que ejerce sobre los ángeles, en este caso, un ángel caído, y explica que, con una sola orden de su voz, salga inmediatamente del cuerpo del poseso; por otro lado, el Evangelio revela que los
demonios, precisamente, existen, y que no son seres de fantasía, sino temibles entidades
malignas, llenas de odio hacia Dios y hacia el hombre, que odian a Dios y
desean destruirlo y, puesto que no lo pueden hacer, buscan la destrucción de la
raza humana y de todo hombre, por cuanto el hombre es imagen de Dios. Jesús, el
Hombre-Dios, es el Único en grado de librarnos del poder destructivo de los
ángeles caídos y sin su ayuda, estamos definitivamente perdidos y destinados a
sucumbir bajo el poder de los demonios, desde el momento en que la naturaleza
angélica, aun sin la gracia divina, es muy superior a la naturaleza humana. La
posesión demoníaca, lejos de ser una mera designación primitiva de una
enfermedad neurológica, tal como lo pretenden las interpretaciones
racionalistas del Evangelio, es una pavorosa muestra, tanto del estado de
indefensión de la especie humana frente a los demonios, como del odio extremo
que estos ángeles caídos expresan hacia la humanidad, odio que se traduce en el
deseo de provocar daño, dolor, sufrimiento y muerte, tanto temporal como
eterna, y todo por ser el hombre imagen de Dios, puesto que, al no poder dañar
a Dios, el demonio se arroja, enfurecido, sobre su imagen, el hombre, y esto es
lo que explica la posesión diabólica y el intenso sufrimiento que los demonios
provocan a quienes poseen. Pero precisamente, como dice el Evangelio, Jesús ha
venido para “destruir las obras del demonio” (1 Jn 1, 38) y una de sus obras más perversas es la de la posesión
diabólica, posesión a la que Jesús pone fin con una sola orden emanada de su
voz.
“Jesús
lo increpó diciendo: ‘¡Cállate, sal de este hombre!”. Jesús expulsa al demonio
que poseía el cuerpo de un hombre, pero mientras no se dice nada acerca del
reconocimiento del hombre hacia Jesús en cuanto Hijo de Dios, sí se dice del
demonio: el demonio siente que una poderosísima fuerza, una fuerza que él, en
cuanto creatura angélica, reconoce, con su inteligencia angélica, como
proveniente de Dios, y reconoce que esa fuerza proviene de Jesús, de la voz de
Jesús, y es por eso que, sorprendido, al verse expulsado por tan poderosa
fuerza, cuando creía que ya tenía su presa asegurada, dice: “¿Qué quieres de
nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién
eres: el Santo de Dios”. Es decir, si bien el demonio no tiene visión intuitiva
–y por eso no sabe a ciencia cierta si Jesús es Dios Hijo o no-, sin embargo,
al experimentar la fuerza divina que de Él se emana como de su fuente, y que es
la que lo ha expulsado con tanta fuerza y autoridad, no puede sino conjeturar,
con mucha probabilidad, que Jesús es Dios: “Ya sé quien eres: el Santo de Dios”.
En definitiva, el demonio reconoce –si bien conjeturalmente, pero lo reconoce-
a Jesús como a Dios; del hombre liberado de la posesión, no se dice, ni que lo
haya reconocido, ni que le haya dado las gracias. Lamentablemente, el hombre
liberado de la posesión representa a muchos católicos en su relación con Jesús
en la Eucaristía: Jesús ha venido a salvarlos, renueva su sacrificio en cruz,
de modo incruento, en la Santa Misa, se queda en el Santo Sacramento del Altar,
en el sagrario, para dar todo su Amor a quien se le acerque, pero la gran
mayoría de los católicos de hoy, parecen como el poseso liberado del Evangelio:
ni reconocen a Jesús en la Eucaristía, ni se acercan al sagrario para darle
gracias.
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