(Ciclo
B – 2015)
“Yo
los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu
Santo” (Mc 1, 7-11). Celebramos la
Fiesta del Bautismo del Señor, Aquel de quien el Bautista anticipa que
bautizará “con el Espíritu Santo”. En la Fiesta misma, hay algo que llama la
atención y que nos lleva a reflexionar: Jesús, el que ha de bautizar “con el
Espíritu Santo”, se bautiza a su vez en el Jordán y en este hecho radica la
pregunta que nos hacemos: Jesús se bautiza, pero resulta que Jesús no
necesitaba ser bautizado y de ninguna manera y bajo ninguna condición, puesto
que Él era Dios Hijo y por lo tanto, la santidad personificada en sí misma; en
otras palabras, el bautismo se administra a quienes necesitan ser purificados
de sus pecados y si Jesús no solo no tenía ningún pecado de ninguna clase, sino
que era la santidad personificada, al ser Él Dios Tres veces santo, la pregunta
es: ¿por qué razón se bautiza Jesús? ¿Es sólo para dar ejemplo moral de lo que
debe hacer todo hombre, es decir, es solo para señalar el camino de la
docilidad hacia el bautismo? Podría ser, pero no es, ni mucho menos, el sentido
místico, real y sobrenatural del bautismo de Jesús. ¿Cuál es el sentido místico,
real y sobrenatural de su bautismo? Jesús se deja bautizar en el Jordán,
sumergiéndose en el río, porque al haber asumido Él, Dios Hijo, en unidad de
persona, a la humanidad, en la inmersión en el Jordán, está sumergiendo a toda
la humanidad unida a Él por los sacramentos y la está haciendo ser partícipe de
su misterio pascual de Muerte y Resurrección; la está asociando a su muerte,
simbolizada en la inmersión, para hacerla participar luego de su Resurrección
en unión con Él, simbolizada en su emerger del Jordán[1].
El bautismo de Jesús no es entonces una mera enseñanza moral de cómo debemos
ser dóciles a nuestro propio bautismo: es la incorporación mística, real,
sobrenatural, de todo bautizado, a su misterio pascual de Muerte y
Resurrección, de manera tal que en su inmersión quedamos incorporados realmente
a su Muerte en cruz, todos los bautizados, y en su emerger del Jordán, quedamos
incorporados realmente a su Resurrección, ocurrida el Domingo de Resurrección.
Este
es el significado del bautismo sacramental, y la razón de porqué el bautismo
sacramental nos quita el pecado original: porque nos sumerge, místicamente, con
Jesús en el Jordán y nos hace participar, místicamente también, de su muerte en
la cruz, simbolizada en la inmersión, y nos hace participar de la Resurrección,
simbolizada en el emerger de Jesucristo de las aguas del Jordán. Al ser
bautizados sacramentalmente, quedamos incorporados al misterio pascual del
Hombre-Dios Jesucristo, misterio de Muerte y Resurrección, misterio por el cual
recibimos la gracia santificante, se nos quita el pecado y somos adoptados como
hijos por Dios, es decir, somos incorporados y hechos partícipes de su Muerte,
ocurrida el Viernes Santo y somos incorporados y hechos partícipes también de
su Resurrección, ocurrida el Domingo de Resurrección.
Y
a su vez, cuando un niño –o un adulto- es bautizado, es sumergido mística, real
y sobrenaturalmente –de un modo misterioso, pero real-, no junto a Cristo, sino en Cristo
en el Jordán, porque ha sido incorporado a Él y es también, en Él, hecho emerger de las aguas del
Jordán, también misteriosa pero realmente, de modo que el que se bautiza es
hecho partícipe, en el acto, de la plenitud de gracias que se derivan del
sacrificio y muerte en cruz de Jesús y de su posterior Resurrección. De esta manera,
por el bautismo, se nos abren las puertas del paraíso, que en la tierra es la
participación a la vida trinitaria por medio de la gracia santificante y, en la
otra vida, es la bienaventuranza en la gloria.
El
Evangelio del Bautismo del Señor nos descubre, entonces, los admirables
secretos sobrenaturales que se esconden en el Sacramento del Bautismo, el que
recibimos el feliz día en el que fuimos bautizados, y nos ayuda por lo tanto no
solo a no banalizar nuestra condición de cristianos, sino a profundizar cada
vez más en el maravilloso misterio y la altísima dignidad que significa ser
hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y herederos del cielo, títulos
todos adquiridos gratuitamente cuando fuimos bautizados y nos conduce, por lo
tanto, a empeñarnos en una vida de santidad que sea acorde a la gracia recibida
el día de nuestro bautismo, lo cual implica, en primer lugar, detestar el
pecado con todas las fuerzas del ser, vivir en estado de gracia santificante y
estar dispuestos a perder la vida antes de cometer un pecado mortal o venial
deliberado –lo cual, por otra parte, es lo que decimos a Jesús en la oración de
arrepentimiento del Sacramento de la Penitencia: “...antes querría haber
muerto, que haberos ofendido”- y obrar las obras de misericordia corporales y
espirituales, de acuerdo a nuestras posibilidades, según nuestro estado de
vida.
“Yo
los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu
Santo”. Si esto hacemos, nuestros corazones se convertirán en otros tantos
nidos de gracia, de luz y de amor, en los que anidará la Dulce Paloma del
Espíritu Santo, y desde ellos, el Espíritu Santo emanará su Amor, el cual se
traducirá en paciencia, sacrificio, castidad, alegría, amor de caridad para con
los más necesitados, y así el mundo, al ver las obras de misericordia de los
bautizados, podrá decir que los cristianos fueron bautizados no con agua, sino
el con Amor de Dios, con “Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11).
[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario
de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993, voz “Bautismo”,
117ss.
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