lunes, 5 de enero de 2015

Solemnidad de la Epifanía del Señor

  


(Ciclo B – 2015)
 “Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén  (…) Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra” (Mt 2,1-12). Todo el episodio de la visita de los Reyes Magos está lleno de elementos sobrenaturales, celestiales: los Reyes Magos son guiados, hasta el lugar del Nacimiento del Niño, por una estrella, la cual se detiene en el lugar exacto del Nacimiento; la aparición exterior y física, en el cosmos físico, de la estrella de Belén, que guía a los Magos, se acompaña de una acción interior de la gracia, que ilumina las mentes y los corazones de los Reyes Magos, dándoles el conocimiento y el amor sobrenatural acerca del Niño del Pesebre, de manera que, cuando los Magos ven la estrella, por un lado saben que es la que los conducirá hasta el Mesías, es decir, saben que no es una estrella más en el firmamento, sino una estrella, real, pero que los conducirá hasta donde se encuentra el Niño de Belén; por otro lado, saben que el Niño de Belén, no es un niño más entre tantos, sino que es el Mesías, el Salvador de la humanidad, que habrá de salvar no solo a Israel, sino también a los pueblos paganos, como los pueblos de donde ellos provienen, con la única condición de que los paganos lo acepten como a su Salvador; saben también, por esta iluminación interior, que este Niño del Pesebre, es Dios Encarnado, porque así había sido anunciado por los profetas, que Dios nacería de una Madre Virgen: “una Virgen concebirá y el Niño será llamada “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros””[1]; por todo esto, los Reyes Magos “se alegran” cuando ven la Estrella de Belén, porque no ven a una estrella más entre tantas, sino aquella señal, enviada por Dios, que los conducirá hasta el Salvador, la cual es, además, símbolo y figura de la Virgen, que conduce a su Hijo Jesucristo, y de la gracia santificante, que hace participar al alma de la vida divina del Hombre-Dios. Porque los Reyes Magos saben, por la gracia, que ese Niño es Dios Encarnado, cuando llegan, “se postran” ante su Presencia, es decir, lo adoran, y con esta adoración demuestran que el Niño es Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios; demuestran que saben y aman a Dios hecho Niño porque lo adoran, postrándose ante su Presencia, y así demuestran y enseñan que solo Dios debe ser adorado, y nadie más que Él, y porque reconocen que ese Niño es Dios, que ha asumido en su Persona divina a la naturaleza humana, sin mezcla, ni confusión, ni división alguna, los Reyes Magos le ofrecen sus dones, que están reservados solo a la divinidad: abren sus tesoros, y le ofrecen sus dones: oro, para adorar a su Persona Divina, la Persona Divina de Dios Hijo, encarnada en el Niño de Belén; incienso, en representación de la oración de adoración y amor de la humanidad redimida por Él, el Mesías, que se ha encarnado y nacido como Niño, para luego subir a la cruz y ofrecer su Cuerpo como ofrenda Santa y Pura para la salvación de los hombres; y mirra, para adorar a su Humanidad Santísima, la Humanidad del Niño Dios, santificada en el primerísimo instante de su Inmaculada Concepción, en el seno virgen de María Santísima, al entrar en contacto al ser asumida hipostáticamente, en unidad de Persona, por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios, Dios Hijo. Por último, los Reyes Magos adoran al Niño porque ven su gloria visiblemente, puesto que el Niño Dios manifiesta visiblemente su gloria, ya que eso es lo que significa “Epifanía”: manifestación de la gloria divina. La manifestación de la gloria en el Niño no es porque le sea agregada extrínsecamente, sino porque es la que Él posee desde toda la eternidad, por ser Él Dios Hijo, que procede del Padre desde toda la eternidad; es la gloria que el Padre le transmite desde toda la eternidad, y que ahora, en el Pesebre, se trasluce a través de su Humanidad santísima, por unos instantes, tal como lo hará en el Tabor, años después (pero que ocultará durante el resto de su vida, especialmente en la Pasión, para poder sufrir la Pasión redentora, ya que con la humanidad glorificada, como en la Epifanía, no habría podido sufrir ningún dolor, y esto último, el ocultar su gloria visible, es un milagro mayor que el reflejarla).
Los Reyes Magos son el modelo del Adorador Eucarístico: así como ellos son guiados por la Estrella de Belén hasta el Niño Dios y lo adoran, así también el Adorador Eucarístico debe adorar a la Eucaristía, porque en la escena está representada la adoración eucarística: la Estrella de Belén representa, ya sea a la Virgen, que conduce a su Hijo Jesucristo en la Eucaristía, o a la gracia que, iluminando la mente y el corazón, permiten reconocer, sobrenaturalmente, a Jesús en la Eucaristía, así como los Magos pudieron reconocer en Jesús, no a un niño más entre tantos, sino al Niño Dios; el Niño Dios, a quien los Reyes Magos adoran en el Pesebre, es el mismo Dios, con Corazón de Niño, que está, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía; la Virgen, la Madre de Dios, que sostiene al Niño entre sus brazos, en el Pesebre, ostentándolo para que los Reyes Magos se postren ante su Presencia y lo adoren, es la Custodia Viviente, el Sagrario más precioso que el oro, que custodia y tiene entre sus brazos al Pan Vivo bajado del cielo, y así es el anticipo de la custodia y del sagrario que en su interior poseen al Pan de Vida eterna, la Eucaristía, Jesús, que espera para ser adorado por quienes lo aman con un corazón contrito y humillado; por último, los Adoradores Eucarísticos, al igual que los Reyes Magos, deben también portar sus dones a Jesús Eucaristía: el oro de su amor, el incienso de su adoración, y la mirra de sus obras de misericordia.



[1] Is 7, 14.

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