“Si
quieres, puedes purificarme” (Mc 1, 40-45.).
Un leproso se acerca a Jesús y le implora ser curado: “Si quieres, puedes
purificarme”; Jesús se compadece de él, extiende su mano, lo toca y lo cura, al
mismo tiempo que dice: “Lo quiero, queda purificado”. El leproso queda curado
instantáneamente. Todo el episodio, real, es a la vez una figura y un anticipo
del Sacramento de la Penitencia, porque en Jesús está representado el sacerdote
ministerial y en el leproso, está representada el alma en pecado. La analogía
es posible debido a que, en la Escritura, la lepra es figura del pecado: así
como la lepra, enfermedad indolora porque el bacilo destruye los filamentos
nerviosos que transmiten la sensibilidad, así también el pecado,
insensiblemente, va adormeciendo y anestesiando al alma para el bien, y así
como el bacilo de la lepra termina destruyendo el cuerpo y desfigurándolo, así
también el pecado, termina por destruir en el hombre la imagen de bondad que es
él de Dios y lo termina convirtiendo en una imagen deformada, en un ser que en
nada se parece al Dios de Bondad infinita, a cuya imagen y semejanza fue
creado. Y si la lepra es figura del pecado, Jesús, a su vez, no es figura, sino
que es Él el Sumo Sacerdote que, actuando in
Persona, a través del sacerdote ministerial, quita el pecado, esto es, la
lepra del alma, con su omnipotencia divina, derramando sobre el alma su Preciosíma Sangre
vertida en el Santo Sacrificio de la cruz.
“Si
quieres, puedes purificarme”. Hay un elemento más, que está contenido en la
expresión del leproso, y que remite al Sacramento de la Penitencia: el leproso,
por un lado, desea ser curado; por otro lado, reconoce a Jesucristo como
Hombre-Dios, es decir, como quien tiene poder para curarlo; por último, luego
de ser curado, da gracias y alaba a Jesucristo y proclama su gloria por todos
lados; en estas actitudes del leproso, están contenidas las condiciones del
penitente, para que la Confesión sacramental sea válida: al igual que el
leproso, que desea ser curado de su enfermedad, el pecador debe tener el firme
deseo de erradicar, de una vez y para siempre, el pecado del cual se confiesa,
y para ello, debe estar dispuesto a perder la vida terrena, antes de cometer un
pecado mortal o venial deliberado –es lo que se expresa en la fórmula
penitencial: “…antes querría haber muerto,
que haberos ofendido”, es decir, el alma se duele de no haber muerto,
literalmente hablando, antes que haber cometido el pecado del cual se está
confesando-; por otro lado, quien se confiesa, debe tener fe en la condición de
Jesucristo en cuanto Hombre-Dios y Redentor, que actúa en y a través del
sacerdote ministerial, perdonando en Persona los pecados –de otro modo, si no
fuera Jesucristo quien obra a través del sacerdote, sería este, en cuanto
hombre, quien perdonaría los pecados, lo cual sería un absurdo-; finalmente,
debe existir el propósito de enmienda, es decir, el penitente debe tener y
hacer, en el momento de la confesión sacramental, el firme propósito de no
cometer nunca más el pecado del cual se confiesa, lo cual implica poner en
práctica todos los medios naturales y sobrenaturales a su alcance, para huir,
literalmente hablando, de las ocasiones de pecado, y esto significa un cambio
de vida, una conversión, porque implica un verdadero cambio de vida; esto está
representado en el leproso del Evangelio que, luego de ser curado, alaba a
Jesucristo y proclama su gloria por todas partes, lo cual significa un evidente
cambio de vida, que es lo que debe hacer el penitente que ha sido perdonado de
sus pecados: alabar a Jesucristo, más que con expresiones, con el ejemplo
cotidiano de vida, vivida esta vida en estado de gracia santificante y huyendo
del pecado como del veneno más mortífero.
“Si
quieres, puedes purificarme”. El leproso del Evangelio, que pide
espontáneamente la curación a Jesús, con fe en Jesús y que luego de la curación
se muestra agradecido para con Jesús, demostrándole su amor, proclamando la
alegría de haber sido curado y alabando la misericordia de Jesús por todos
lados, es la figura perfecta del perfecto penitente, de aquel que verdaderamente
siente culpa de sus pecados –la culpa perfecta, la contrición del corazón, la
que se deriva de haber ofendido a Dios, Padre infinitamente bueno, con la
malicia del pecado-, pero está arrepentido de ellos y está dispuesto a perder
la vida antes de volver a cometer un pecado mortal o venial deliberado –sabe que
sus pecados hieren a Jesucristo y lo crucifican, de modo místico pero real- y, consciente
del don de la gracia santificante, que es la que lo hace participar de la vida
nueva de los hijos de Dios –no una vida nueva meramente moral, sino la vida
verdaderamente nueva, porque es participación a la vida divina que brota del
Ser trinitario-, se muestra agradecido y con su corazón lleno de amor a
Jesucristo y como consecuencia, cambia de vida –propósito de enmienda- y
proclama la misericordia de Jesucristo, no con palabras, sino con obras de
misericordia.
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