“Tomó
los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció
la bendición (…) Todos comieron hasta saciarse” (Mc 6, 34-44). Jesús multiplica panes y pescados y con ellos da de
comer a una multitud. El milagro, realizado con su omnipotencia divina, tiene
un claro objetivo inmediato, y es el saciar el hambre corporal de la multitud y
a pesar de la espectacularidad de su ejecución, no trasciende el plano físico y
temporal. Jesús, el Hombre-Dios, utiliza su poder divino para crear, de la
nada, las substancias inertes de los panes y los peces; utiliza su poder
creador, el mismo con el cual creó el mundo, para crear los átomos y las
moléculas constitutivas de los panes y los peces, para aumentar la cantidad de
estos, de manera tal que alcancen y sobren para satisfacer el hambre corporal
de la multitud. A pesar de lo maravilloso que supone el prodigio de la creación
y la multiplicación de la materia, el milagro de la multiplicación de panes y
peces, por un lado, no significa nada para la omnipotencia de un Dios como
Jesucristo; por otro lado, el milagro, espectacular en sí mismo, como decimos, con
todo, no trasciende el plano físico y temporal, puesto que la intención de
Jesús no es otra que la de saciar el hambre de esas personas en ese momento
determinado de la historia.
Es
muy importante valorar la dimensión y el alcance de este asombroso milagro –valga
la redundancia, porque todo milagro es asombroso-, porque muchos pretenden ver,
en la multiplicación de panes y peces y en la consecuente satisfacción corporal
del hambre de la multitud, una prefiguración de la misión de la Iglesia, que sería
la de dar de comer a los hambrientos corporales.
Es decir, basándose en este pasaje evangélico, muchos sostienen que la misión
de la Iglesia es meramente terrenal y material, limitada a Cáritas –que termina
siendo acción social-: así, la misión de la Iglesia se reduce a predicar un
mensaje de conversión meramente moral y a administrar comedores y hogares,
mientras que la Iglesia misma se reduce, de Esposa de Cristo y su Cuerpo
Místico, a una inmensa ONG que solo busca paliar el hambre de los más
desprotegidos.
Es
verdad que la Iglesia en general y los bautizados en particular, deben
practicar las obras de misericordia, y que dentro de estas, se encuentran las
obras de misericordia corporales, y que dentro de estas, una de las
principales, es la de dar de comer a los hambrientos; pero la misión central de
la Iglesia no es la de terminar con el hambre corporal de la humanidad; la
misión de la Iglesia es terminar con el hambre, sí, pero con el hambre
espiritual, que es hambre de Dios, que tiene la humanidad, y este hambre se
sacia solo con un Pan, un “Pan bajado del cielo” (cfr. Jn 6, 51-58), la Eucaristía.
El
milagro de la multiplicación de los panes y peces tiene, entonces, un objetivo
inmediato, que es el de satisfacer el hambre corporal de la multitud, y por eso
se desarrolla en un plano meramente físico y material, ya que lo que el
Hombre-Dios multiplica es la materia corpórea e inerte de los panes y los
peces. Sin embargo, podemos decir que sí tiene un objetivo oculto, a largo
plazo, que va más allá de lo inmediato, y es el de prefigurar y anticipar otro
milagro, por el cual el Hombre-Dios multiplicará no la carne inerte, del pez,
ni la substancia sin vida, del pan, sino la Carne viva, gloriosa y resucitada del
Cordero de Dios y el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.
En
la Iglesia, y por el misterio litúrgico de la Santa Misa, Jesucristo renueva
para nosotros, cada vez, un milagro que supera infinitamente el milagro de los
panes y peces, y es el milagro de la Transubstanciación, milagro por el cual
las substancias inertes del pan y del vino se convierten en las substancias
gloriosas de su Cuerpo, su Sangre, Su Alma y su Divinidad, contenidas estas
substancias en el Maná Verdadero, el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía,
para que cuando nos alimentemos de él, recibamos la totalidad sin límites del
Amor eterno contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico.
“Tomó
los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció
la bendición (…) Todos comieron hasta saciarse”. En la Santa Misa, por
intermedio del sacerdote ministerial, Jesús toma el pan y el vino, levanta los
ojos al cielo, pronuncia la fórmula de la consagración, convierte el pan y el
vino en su Cuerpo Sacramentado y nos lo da de alimento, obrando un prodigio que
supera infinitamente la multiplicación narrada en el Evangelio. A nosotros, no
nos alimenta con la substancia muerta del pan y del pescado, sino con la
substancia viva, gloriosa y resucitada de la Carne del Cordero y del Pan de
Vida eterna, y como este Pan es Él en Persona, que es Dios y es Amor infinito,
quien consume de este Pan celestial, “come hasta quedar saciado” del Amor
divino en él contenido. Ésta es la misión primera y última de la Iglesia:
saciar el hambre del Amor de Dios que tiene la humanidad, y para eso es que la
Iglesia renueva el prodigio de la multiplicación del Cuerpo Sacramentado del
Señor, en cada Santa Misa.
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