viernes, 30 de septiembre de 2016

“Señor, auméntanos la fe”


(Domingo XXVII - TO - Ciclo C – 2016)

“Auméntanos la fe” (Lc 17, 5-10). Los Apóstoles piden a Jesús que “les aumente la fe” y Jesús les responde: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería’”. Con esta respuesta, Jesús nos quiere hacer ver el poder de la fe de los cristianos, capaz de modificar la naturaleza creada, operando sobre las leyes de la naturaleza, es decir, obrando milagros. Ahora bien, no se trata de una fe cualquiera, sino de la fe verdadera, la fe bimilenaria de la Iglesia, que es la fe teológica en Jesucristo como Hijo de Dios encarnado y que es la que posibilita, a su vez, hacer milagros en su nombre[1]. Todos los santos, de todos los tiempos, han tenido esta fe, la fe de la Iglesia –Jesús es la Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana en el seno virgen de María, por obra del Espíritu Santo-, infundida en el bautismo sacramental, y es por eso que pudieron hacer milagros en nombre de Jesús. La fe es un don, infuso en el bautismo pero, al igual que una semilla, a la cual si no se la riega y no se la abona, no germina, así también la fe, si no se la riega con la oración y la gracia y si no se la abona con la práctica de lo que la fe enseña, entonces la fe se marchita y muere. Es esto lo que quiere decir la Escritura cuando dice: “Muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras, te mostraré mi fe” (Sant 2, 18). Es decir, alguien puede proclamar a los cuatro vientos que tiene fe en Jesucristo, pero si no obra de acuerdo a la fe que dice profesar, esa fe es una fe muerta, sin vida. Por el contrario, alguien puede no decir ni una palabra de la fe que cultiva en su corazón, pero si obra la misericordia, demuestra que su fe está viva. La fe es importante para hacer milagros en nombre de Jesús, pero el primer milagro es que mi propio corazón esté convertido al Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús; de lo contrario, esa fe de nada me sirve.
Si esto es así, ¿cómo saber si tengo fe verdadera en Jesucristo, una fe capaz de hacer milagros? ¿Tengo que hacer una curación milagrosa, para saber si tengo fe? Hay una prueba muy sencilla y la puedo hacer en cualquier momento, y el resultado de esa prueba me dirá si mi fe en Jesucristo es o no verdadera: si Jesús dice: “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 44) y “Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 22), pero yo, en vez de perdonar a mi prójimo, sólo busco venganza y guardo enojo y rencor en mi corazón, y no perdono, entonces esa fe no es verdadera; si Jesucristo dice: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8), pero no busco vivir la pureza, en pensamientos, palabras y obras, entonces mi fe no es verdadera; si Jesús dice: “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Mt 23, 12), pero no soy capaz de humillarme ante mi prójimo, pidiendo perdón si he cometido una falta contra él, entonces mi fe no es verdadera; si Jesús dice: “Carga tu cruz de cada día y sígueme” (cfr. Mc 8, 34), pero yo no quiero cargar la cruz y reniego de la cruz, porque me niego a ofrecer mis tribulaciones, mis dolores, mis pesares, y porque cargar la cruz significa morir al hombre viejo, y yo no quiero morir al hombre viejo y sus pasiones, porque eso implica comenzar a vivir la vida de la gracia, que significa un combate a muerte contra el pecado, contra mi vicio dominante y contra mis defectos, entonces mi fe no es verdadera.
Por otra parte, la fe debe ser pura y cristalina y no contaminarse con elementos extraños a la fe católica, y los extremos opuestos a la verdadera fe son la incredulidad y la credulidad, es decir, el no creer, a pesar de las evidencias –por ejemplo, los milagros de resurrección de muertos, o las multiplicaciones milagrosas de panes y peces-, y la creencia irracional en quien no se debe creer, o en atribuir dones de Dios y sus santos a quienes son agentes del Demonio –por ejemplo, creer en supersticiones como la cinta roja, o creer en agentes del Demonio como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, o San La Muerte, atribuyéndoles milagros, cuando en realidad, estos verdaderos agentes del infierno, lo único que traen al alma es desgracia, pecado y muerte-; creer de esta manera, de forma irracional, es tener una fe idolátrica, supersticiosa, como lo es también creer en quienes operan con las fuerzas del mal, los ángeles caídos, como los brujos, los lectores de cartas, los magos y todos los que practican la hechicería y la brujería.
 “Señor, auméntanos la fe”. Como vemos, no solo tenemos que pedir que aumente nuestra fe, sino que debemos pedir que purifique nuestra fe, para que nuestra fe sea la misma y única fe, pura e incontaminada, de la Iglesia. Y cuando así lo hagamos, es decir, cuando pidamos la pureza y el aumento de la fe, para que nuestra fe sea la misma fe de la Iglesia desde hace dos mil años, nuestra fe será capaz de un prodigio infinitamente mayor que trasplantar un árbol de morera en el fondo del mar. Entonces, debemos pedir, como los Apóstoles: “Señor, danos la fe de la Iglesia, purifica nuestra fe, auméntanos la fe”, porque por nosotros mismos, nuestra fe no es capaz de mover no ya una planta de morera, sino ni siquiera una hoja, pero si nos unimos a la fe de la Iglesia, como lo decíamos recién, nuestra fe adquiere una fortaleza de tal magnitud, que más que mover un árbol, hace un prodigio infinitamente mayor: hace bajar del cielo nada menos que al Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, quien por las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial -que convierte las substancias inertes del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad- se queda, con su Ser divino trinitario, oculto en lo que parece pan, pero ya no es más pan sin levadura, sino Él mismo en Persona. Es esta fe, la fe de la Iglesia en la Transubstanciación, la que tenemos que pedirle a Nuestro Señor que aumente cada vez más, y es por eso que decimos, junto con los Apóstoles: “Señor, auméntanos la fe”.




[1] Cfr. B. Orchard, 624.

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