“Jesús
se encaminó decididamente hacia Jerusalén” (Lc
9, 51-56). El Evangelio destaca la actitud decidida, firme, valiente, de Nuestro
Señor Jesucristo: “Jesús se encaminó decididamente a Jerusalén”. Esta actitud
de Jesús se valora en toda su dimensión cuando se considera la oración previa que
revela la causa por la que se dirige “decididamente” a Jerusalén, y es el haber
llegado la Hora de su Pasión: “Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su
elevación al cielo”, esto es, cuando debía ya, en el tiempo establecido por el
Padre, llevar a cumplimiento su misterio pascual de Muerte y Redención, “Jesús
se encaminó decididamente hacia Jerusalén”. Es decir, Jesús, en cuanto
Hombre-Dios, sabía perfectamente qué es lo que habría de sucederle; sabía que
sería acusado injustamente y sentenciado a muerte; sabría que sería flagelado y
coronado de espinas y luego ajusticiado en el patíbulo de la cruz; sabía que
sería abandonado por sus discípulos –los mismos a los que habría de llamar “amigos”
en la Última Cena-; sabía que sería traicionado por el “hijo de la perdición”,
Judas Iscariote; sabía que sería abandonado por todos, menos por su Madre, la
Virgen; sabía que habría de morir de una muerte cruenta y dolorosísima en la
cruz, y sin embargo, se encamina “decididamente” hacia Jerusalén. Además de su
valentía y fortaleza sobrehumanas, destaca en Jesús el Amor que arde en su Sagrado
Corazón, por todos y cada uno de los hombres, porque es por ellos, por todos
los hombres de todos los tiempos, por los que se encamina “decididamente” a
Jerusalén, para redimirlos y santificarlos mediante su muerte en cruz. Esto quiere
decir que Jesús, en su “caminar decidido” hacia Jerusalén, no sólo estaba
pensando en cuánto habría Él de sufrir, sino que estaba pensando en todos y
cada uno de nosotros, porque era por nosotros, por nuestra salvación individual
y personal, de todos y cada uno de los hombres, por quienes decidía sufrir la
Pasión. Esto nos hace ver que si la valentía y fortaleza de Jesús son enormes,
pues no lo amedrenta el sacrificio de la cruz, inmensamente mayor es su Amor
por nosotros, porque es por Amor a nosotros, a cada uno de los hombres, que se
decide encaminarse a Jerusalén. Es decir, Jesús no sólo piensa en su Pasión,
sino que nos tiene, a todos y cada uno de los hombres, en su Sagrado Corazón,
cuando se encamina “decididamente” a Jerusalén. Entonces, esto nos lleva a la
siguiente reflexión: si Jesús, pensando en mí y sólo en mí, movido por el Amor infinito
y eterno que arde en su Sagrado Corazón, se encaminó “decididamente” a
Jerusalén para sufrir su Pasión, Muerte y Resurrección, ¿por qué yo no me
dirijo “decididamente” a la Santa Misa, en donde se renueva, en el altar y por
el misterio de la liturgia eucarística, de modo incruento, el mismo y único
Sacrificio de la Cruz? Jesús se encaminó “decididamente” hacia Jerusalén, para
morir por mí en la cruz, ¿y qué hago yo? ¿Me encamino “decididamente” hacia la
Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio de la cruz, movido por amor a
Jesús?
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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