(Domingo
XXV - TO - Ciclo C – 2016)
“Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el
día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas” (Lc 16, 1-13). En este Evangelio, Jesús
nos narra la parábola de un administrador, que es un mayordomo, que gobierna la
hacienda de un hombre rico[1]. Luego
de ser acusado de mala administración -con fundamento-, es despedido. Se encuentra
por lo tanto ante el dilema de cómo vivir, pues no se siente con fuerzas para trabajar,
al tiempo que se avergüenza de mendigar, aunque no se avergüenza de robar. Lo que
decide hacer es llamar a los deudores de su amo, arrendadores que pagan su renta en especies y, de
acuerdo con ellos, falsifica sus contratos y así engaña de nuevo a su amo. Mediante
esta trampa, el mayordomo piensa hacerse amigos y protectores que puedan recibirlo
bien cuando sea despedido, como una especie de “devolución de favores”. Al saberlo,
dice Jesús que “el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber
obrado tan hábilmente”.
Ahora
bien, la alabanza que hace el amo de este “administrador infiel”, constituye
una dificultad, puesto que, además de alabarlo el amo engañado, también parece
alabarlo, al menos indirectamente, Nuestro Señor. Es por esto que surge la
pregunta: ¿es así, como parece, que Jesús alaba semejante estafa? De ser así,
no dejaría de causar perplejidad, puesto que esto es radicalmente contrario a
su espíritu y doctrina. La respuesta es que, por un lado, con respecto a Jesús,
Nuestro Señor no alaba ni al amo ni al mayordomo, porque la parábola no dice
que el mayordomo haya obrado “sabiamente” –lo que correspondería al Evangelio-,
sino “astutamente” -es decir, con una prudencia que no pertenece al Reino de
los cielos, sino a los ideales de este mundo y al Príncipe de las tinieblas-, y
esto es lo que Nuestro Señor (no el amo) quiere significar (en 8b), cuando
compara a los “hijos de este siglo” –los hijos de las tinieblas- con los “hijos
de la luz”, hebraísmos con que se designa a aquellos que viven siguiendo,
respectivamente, los ideales de este mundo o los del mundo venidero (cfr. Ef 5, 8; 1 Tes 5, 5): “Los hijos de este mundo son más astutos en su trato
con los demás que los hijos de la luz”.
Para
poder dilucidar mejor la enseñanza de Jesús, lo que tenemos que considerar es
que tanto el amo como el mayordomo son “hijos de este siglo”, es decir, son
hombres que actúan al margen de la Ley de Dios y, obviamente, como tales, no
son alabados por Jesús: el primero, el amo, se entera de que ha sido estafado,
de un modo que le será difícil probar y su reacción, según afirma un autor, es
la de “decidir prudentemente tratar el asunto como una broma y hace el
comentario que haría cualquiera en tales circunstancias: ‘Este administrador es
un estafador, pero un estafador inteligente’: “El señor –el dueño del que habla
la parábola- alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan
hábilmente”. La alabanza implícita de Jesús es el haber “obrado hábilmente”, no
la deshonestidad.
En
otras palabras, lo que Jesús alaba de modo indirecto no es el robo, sino la
astucia con la que obra el administrador infiel; Jesús no aprueba el mal, sino
que su enseñanza es que si quienes poseen la luz de la gracia para vivir con la
vista puesta en los bienes eternos –es decir, los cristianos-, mostraran al
menos la agudeza y sagacidad de los que viven pensando sólo en las ventajas
temporales, entonces la Iglesia obtendría resonantes triunfos en su lucha por
la salvación de las almas. Lo que nos dice Jesús es que nosotros, en cuanto “hijos
de la luz”, es decir, en cuanto cristianos, podemos imitar la astucia del
administrador, haciendo un uso hábil e inteligente de los dones recibidos: “Gánense
amigos (como él hizo para sí) mediante el dinero de la injusticia -es el
equivalente a “dinero sucio”-, en orden a que, cuando éste no esté ya con
vosotros, os reciban en las moradas eternas”. Nuestro Señor no condena en
absoluto la posesión de las riquezas, y tampoco aprueba, ni siquiera mínimamente,
un proceder a todas luces inmoral e ilícito –el del administrador infiel-, sino
que pide que en esto como en cualquier otra cosa el hombre se considere como
administrador de Dios y que en el obrar el bien y en el administrar los dones
que le ha sido confiado, el cristiano sea
fiel pero también sagaz, inteligente -astuto, con una astucia bien entendida-, lo
cual a su vez es una directa recomendación suya: “Sed mansos como palomas y
astutos como serpientes” (Mt 10, 16).
Jesús quiere que seamos administradores fieles y sabios, inteligentes, astutos,
de los bienes que se nos ha confiado, de manera que, cuando esa administración finalice
un día con la muerte y tengamos que rendir cuentas, salgamos airosos del juicio
particular, y el modo de prepararnos para ese día, el día del juicio particular,
es dando limosnas, según enseña la Escritura: “Dar limosna salva de la muerte y
purifica de todo pecado” (Tob 12, 9);
“(…) vosotros ferviente caridad; porque la caridad cubrirá multitud de pecados”
(1 Pe 4, 8).
Al comentar este pasaje, San Gregorio Nacianceno enfoca la
administración de los bienes hacia los bienes terrenos y materiales, y dice así[2]: “Amigos
y hermanos míos, no seamos malos administradores de los bienes que nos han sido
confiados, para no tener que escuchar las siguientes palabras: “Avergonzaos,
vosotros que retenéis el bien de los demás. Imitad la justicia de Dios y no
habrá ya pobres”. No nos cansemos en amontonar bienes y tener reservas, cuando
otros están agotados por el hambre. No nos hagamos meritorios del reproche
amargo y de la amenaza del profeta Amos: “Escuchad esto, los que aplastáis al
pobre y tratáis de eliminar a la gente humilde, vosotros, que decís: ¿Cuándo
pasará la luna nueva, para poder vender el trigo; el sábado, para dar salida al
grano?” (Am 8,5). Imitemos la ley
sublime y primera de Dios “que hace llover sobre justos y pecadores y hace
salir el sol para todos” (cfr. Mt
5,45). Dios colma a todos los habitantes de la tierra con inmensos terrenos
para cultivar, con manantiales, ríos y bosques. Para los pájaros ha hecho el
aire, y el agua para todos los animales del mar. Para la vida de todos, da en
abundancia los recursos esenciales que no deben ser acaparados por los
poderosos, ni restringidos por las leyes, ni delimitados por fronteras, sino
que los da para todos, de manera que nada falte a nadie. Así, repartiendo por
igual sus dones a todos, Dios respeta la igualdad natural de todos. Nos muestra
así la generosidad de su bondad... Tú, ¡pues, imita esta misericordia divina!”.
En otras palabras, para San Gregorio Nacianceno, la astucia de administradores
fieles, que nos pide Jesús, radicaría en hacer un uso caritativo de los bienes
materiales que se nos han confiado, para ayudar a los pobres –también materiales-
con los que la Divina Providencia nos haga encontrar.
Ahora
bien, podríamos decir que la parábola puede referirse a la administración de otro
tipo de bienes, los bienes inmateriales que se nos ha concedido, sean naturales
–inteligencia, voluntad, dones, talentos innatos- como sobrenaturales –gracia bautismal,
Eucaristía, Confirmación, Confesiones, etc.-, bienes todos que debemos saber aprovechar
y hacerlos rendir, de modo de poder entrar en el Reino de los cielos.
“Haceos
amigos con los bienes de este mundo, así os recibirán en las moradas eternas”. En
definitiva, se trate de bienes materiales o inmateriales, todos deben ser
puestos al servicio del Reino de Dios, para ser considerados como Jesús como “siervos
buenos y fieles”, de manera tal de merecer “pasar a gozar de Nuestro Señor”
(cfr. Mt 25, 23).
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