“Maestro,
tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 47-51). En la persona de Natanael -a quien muchos consideran
que es San Bartolomé-, se destacan, por un lado, la virtud de la sinceridad y
la transparencia de corazón, elogios recibidos de parte de Jesús: “Éste es un
verdadero israelita, un hombre sin doblez”. Este solo hecho, la ausencia de
doblez de corazón, muestra ya una disposición natural del alma para la comunión
de vida y amor con Dios. A esto, se le agrega la iluminación del Espíritu
Santo, que es quien le permite confesar a Jesús, no como a un maestro o rabbí religioso más, sino como lo que
es: el Hombre-Dios, el Hijo de Dios encarnado, que por derecho propio y por
naturaleza, es el Mesías, el Rey de Israel: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios,
tú eres el Rey de Israel”. De la persona de Natanael, entonces, los cristianos
tenemos mucho para aprender y es ante todo, la transparencia del corazón, lo
cual quiere decir que no hay oscuridad, en forma de hipocresía o falsedad, lo cual
es el “sustrato”, por así decirlo, sobre el cual actúa la gracia, en este caso,
la que le permite ver a Jesús como al Hijo de Dios encarnado. La transparencia
de su corazón y la ausencia de doblez, como frutos de la gracia que ya está
actuando en él, es lo que le permite tener su corazón dispuesto para recibir
una gracia mayor, y es la de reconocer a la Persona Divina del Hijo de Dios en
Jesús de Nazareth: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.
Se trata del cumplimiento de las palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña,
pues es una de las bienaventuranzas: “Bienaventurados los puros de corazón,
porque ellos verán a Dios”. Natanael, que es puro de corazón por la gracia y la
ausencia de doblez, ve a Dios encarnado, Jesús de Nazareth, con sus propios
ojos corpóreos.
Pero
la acción de la gracia en un corazón bien dispuesto como el de Natanael, no se
detiene ahí: Jesús le dice que “verá cosas más grandes todavía”, y nosotros nos
podemos qué cosa más grande puede haber, que la de contemplar, con sus propios
ojos, al Hijo de Dios en Persona. Y la respuesta nos la da la Iglesia: las “cosas
más grandes” que podemos ver es, no al Hijo de Dios, con los ojos corpóreos,
como lo veía Natanael cuando lo tenía frente a sí, sino al Hijo de Dios oculto
en algo que parece pan, pero que ya no lo es, y es la Eucaristía. Contemplar a
Jesús, el Hijo de Dios, con los ojos de la fe y no con los ojos corpóreos, es una
gracia infinitamente más grande que la recibida por Natanael, según las
palabras de Jesús: “Bienaventurados los que creen sin ver”.
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