(Domingo
XXVII - TO - Ciclo C – 2016)
“Auméntanos
la fe” (Lc 17, 5-10). Los Apóstoles
piden a Jesús que “les aumente la fe” y Jesús les responde: “Si ustedes
tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está
ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería’”. Con esta
respuesta, Jesús nos quiere hacer ver el poder de la fe de los cristianos,
capaz de modificar la naturaleza creada, operando sobre las leyes de la
naturaleza, es decir, obrando milagros. Ahora bien, no se trata de una fe
cualquiera, sino de la fe verdadera, la fe bimilenaria de la Iglesia, que es la
fe teológica en Jesucristo como Hijo de Dios encarnado y que es la que posibilita,
a su vez, hacer milagros en su nombre[1]. Todos
los santos, de todos los tiempos, han tenido esta fe, la fe de la Iglesia –Jesús
es la Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana en el
seno virgen de María, por obra del Espíritu Santo-, infundida en el bautismo
sacramental, y es por eso que pudieron hacer milagros en nombre de Jesús. La fe
es un don, infuso en el bautismo pero, al igual que una semilla, a la cual si
no se la riega y no se la abona, no germina, así también la fe, si no se la
riega con la oración y la gracia y si no se la abona con la práctica de lo que
la fe enseña, entonces la fe se marchita y muere. Es esto lo que quiere decir
la Escritura cuando dice: “Muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras, te
mostraré mi fe” (Sant 2, 18). Es decir,
alguien puede proclamar a los cuatro vientos que tiene fe en Jesucristo, pero
si no obra de acuerdo a la fe que dice profesar, esa fe es una fe muerta, sin
vida. Por el contrario, alguien puede no decir ni una palabra de la fe que
cultiva en su corazón, pero si obra la misericordia, demuestra que su fe está
viva. La fe es importante para hacer milagros en nombre de Jesús, pero el
primer milagro es que mi propio corazón esté convertido al Amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús; de lo contrario, esa fe de nada me sirve.
Si
esto es así, ¿cómo saber si tengo fe verdadera en Jesucristo, una fe capaz de
hacer milagros? ¿Tengo que hacer una curación milagrosa, para saber si tengo
fe? Hay una prueba muy sencilla y la puedo hacer en cualquier momento, y el
resultado de esa prueba me dirá si mi fe en Jesucristo es o no verdadera: si
Jesús dice: “Ama a tus enemigos” (Mt
5, 44) y “Perdona setenta veces siete” (Mt
18, 22), pero yo, en vez de perdonar a mi prójimo, sólo busco venganza y guardo
enojo y rencor en mi corazón, y no perdono, entonces esa fe no es verdadera; si
Jesucristo dice: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a
Dios” (Mt 5, 8), pero no busco vivir
la pureza, en pensamientos, palabras y obras, entonces mi fe no es verdadera;
si Jesús dice: “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será
humillado” (Mt 23, 12), pero no soy
capaz de humillarme ante mi prójimo, pidiendo perdón si he cometido una falta
contra él, entonces mi fe no es verdadera; si Jesús dice: “Carga tu cruz de
cada día y sígueme” (cfr. Mc 8, 34),
pero yo no quiero cargar la cruz y reniego de la cruz, porque me niego a
ofrecer mis tribulaciones, mis dolores, mis pesares, y porque cargar la cruz
significa morir al hombre viejo, y yo no quiero morir al hombre viejo y sus
pasiones, porque eso implica comenzar a vivir la vida de la gracia, que
significa un combate a muerte contra el pecado, contra mi vicio dominante y
contra mis defectos, entonces mi fe no es verdadera.
Por
otra parte, la fe debe ser pura y cristalina y no contaminarse con elementos
extraños a la fe católica, y los extremos opuestos a la verdadera fe son la
incredulidad y la credulidad, es decir, el no creer, a pesar de las evidencias
–por ejemplo, los milagros de resurrección de muertos, o las multiplicaciones
milagrosas de panes y peces-, y la creencia irracional en quien no se debe
creer, o en atribuir dones de Dios y sus santos a quienes son agentes del
Demonio –por ejemplo, creer en supersticiones como la cinta roja, o creer en
agentes del Demonio como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, o San La Muerte,
atribuyéndoles milagros, cuando en realidad, estos verdaderos agentes del
infierno, lo único que traen al alma es desgracia, pecado y muerte-; creer de
esta manera, de forma irracional, es tener una fe idolátrica, supersticiosa,
como lo es también creer en quienes operan con las fuerzas del mal, los ángeles
caídos, como los brujos, los lectores de cartas, los magos y todos los que
practican la hechicería y la brujería.
“Señor, auméntanos la fe”. Como vemos, no solo
tenemos que pedir que aumente nuestra fe, sino que debemos pedir que purifique
nuestra fe, para que nuestra fe sea la misma y única fe, pura e incontaminada,
de la Iglesia. Y cuando así lo hagamos, es decir, cuando pidamos la pureza y el
aumento de la fe, para que nuestra fe sea la misma fe de la Iglesia desde hace
dos mil años, nuestra fe será capaz de un prodigio infinitamente mayor que
trasplantar un árbol de morera en el fondo del mar. Entonces, debemos pedir,
como los Apóstoles: “Señor, danos la fe de la Iglesia, purifica nuestra fe, auméntanos
la fe”, porque por nosotros mismos, nuestra fe no es capaz de mover no ya una planta
de morera, sino ni siquiera una hoja, pero si nos unimos a la fe de la Iglesia,
como lo decíamos recién, nuestra fe adquiere una fortaleza de tal magnitud, que
más que mover un árbol, hace un prodigio infinitamente mayor: hace bajar del
cielo nada menos que al Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, quien por las
palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial -que convierte
las substancias inertes del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad- se queda, con su Ser divino trinitario, oculto en lo que parece pan,
pero ya no es más pan sin levadura, sino Él mismo en Persona. Es esta fe, la fe
de la Iglesia en la Transubstanciación, la que tenemos que pedirle a Nuestro Señor
que aumente cada vez más, y es por eso que decimos, junto con los Apóstoles: “Señor,
auméntanos la fe”.
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