martes, 13 de septiembre de 2016

“Joven, Yo te lo ordeno, levántate”


"Jesús resucita al hijo de la viuda de Naím"
(Pierre Bouilloin)

“Joven, Yo te lo ordeno, levántate” (Lc 7, 11-17). Jesús obra un milagro de resurrección, que prueba que lo que Él dice es verdad: Él se auto-proclama como Dios –como Dios Hijo-, hace milagros que sólo Dios puede hacer, por lo tanto, es Dios. El sentido de los milagros, en general, es para que creamos en esta verdad: que Jesús es Dios Hijo encarnado y Él mismo así lo dice: “Si no me creéis a Mí, creed al menos por las obras que hago” (Jn 10, 38). Es decir, tanto los contemporáneos de Jesús, que asistían en persona a los milagros, como nosotros, que lo hacemos por el Evangelio, no tenemos excusas para no creer en la divinidad de Jesucristo, porque sus milagros, sus obras, hablan por Él y dan testimonio de su divinidad.
Pero en este caso particular, el de la resurrección del hijo de la viuda de Naím, el milagro tiene también otro objetivo: por un lado, anticiparnos la resurrección final, que será del cuerpo, y es por eso que decimos, en el Credo: “Creo en la resurrección de la carne”, y esto será tanto para la salvación, como para la condenación. Por otro lado, el milagro de Jesús prefigura y anticipa otro milagro de resurrección, invisible, que es el del alma, por la gracia santificante que se dona por el Sacramento de la Penitencia: así como el cuerpo que estaba muerto recobra vida al ser unida al alma, que es su principio vital, así el alma, que estaba muerta por el pecado mortal, recobra la vida de la gracia, participación a la vida de Dios, por medio de la Confesión sacramental. También es un signo de la misericordia de Dios para con los que están afligidos, como la madre del joven, angustiada por la muerte de su hijo: del mismo modo, Jesús está en el sagrario, en la Eucaristía, para consolarnos en nuestras penas, para fortalecernos en la tribulación, para concedernos siempre el Amor misericordioso de su Sagrado Corazón Eucarístico.

“Joven, Yo te lo ordeno, levántate”. Jesús resucita al hijo de la viuda de Naím, devolviéndolo a la vida terrena, y ese mismo Jesús, está en la Eucaristía, en el sagrario, dispuesto a hacer por nosotros un milagro infinitamente más grande que el que hizo a la viuda de Naím: Jesús está en la Eucaristía para darnos algo más grande que la vida terrena, y es la vida eterna, contenida en su Sagrado Corazón Eucarístico: “Yo Soy el Pan de Vida eterna” (cfr. Jn 6, 35).

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