“Antes que naciera Abraham Yo Soy” (cfr. Jn 8, 51-59). Jesús se auto-declara como Dios en Persona, pues afirma que existe antes de Abraham -lo cual significa antes que toda la Creación-, y al mismo tiempo, refuerza esta convicción de su pre-existencia eterna, al aplicarse a sí mismo el nombre propio de Yahveh, "Yo Soy", con el cual los judíos conocían a Dios.
Para los judíos, Abraham era la máxima figura religiosa, pues en Él se originaba el Pueblo Elegido, y no podía haber nadie superior a él, humanamente hablando; por otra parte, al ser el único pueblo monoteísta de la antigüedad, no había nada ni nadie superior a Yahvéh, el único Dios por encima de toda creatura.
Jesús afirma la superioridad con respecto a Abraham, y su igualdad con respecto a Dios, a Yahveh, con lo cual los judíos quedan estupefactos, ya que, de ser verdad las afirmaciones de este hombre -"el nazareno", "el hijo de José, el carpintero"-, ellos se encontrarían con que están hablando, de igual a igual, nada menos que con el mismo Yahveh, a quien ellos adoran en el templo. Es decir, con su afirmación de que Él pre-existe a Abraham, Jesús no sólo afirma ser superior a Abraham en cuanto hombre, sino que afirma ser Dios en Persona, con lo cual se presenta como superior a Abraham absolutamente.
Jesús les está revelando su condición divina, su pre-existencia eterna en el Padre, y su procedencia eterna de su seno, pero los fariseos no quieren creer lo que oyen, como tampoco quieren creer en los milagros que ven, que prueban las palabras de Jesús, puesto que Él, afirma ser Dios, y hace milagros que sólo Dios puede hacer.
Lo mismo sucede con
“Antes que naciera Abraham Yo Soy”. Ante la revelación de Jesús, los fariseos reaccionan con enojo, fruto de su soberbia, que les ciega el espíritu y los incapacita para reconocer a Dios que se manifiesta en Cristo.
La misma afirmación la repite Jesús, desde
“Antes que naciera Abraham Yo Soy”. Cristo viene a nuestro encuentro en cada Eucaristía, desde su eternidad de eternidades, y a pesar de eso, nuestras comuniones siguen siendo tan rutinarias, tan mecánicas, tan faltas de piedad y de devoción, tan ocupados nuestras mentes y nuestros corazones en las tareas de todos los días, que parece como si
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