(Domingo XXIX – TO – Ciclo B – 2012)
“El que
quiera ser grande, que sea el servidor de todos” (Mc 10, 35-45). Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, piden a Jesús
un lugar de privilegio en el cielo, a través de su madre, quien intercede por
ellos postrándose delante de Jesús.
La
escena podría corresponder a decenas de miles que se producen todos los días en
todos los niveles de la sociedad humana: el pedido de favores y de puestos de
poder y privilegio, por parte de quienes están más bajo en la escala de poder,
a aquellos que se encuentran en la cima. Esto puede suceder en cualquier
sociedad humana: desde un partido político poderoso, que gobierna a toda una
nación, hasta la comisión de una pequeña e intrascendente organización no
gubernamental sin fines de lucro.
Sin embargo, la escena sólo
por fuera y materialmente se parece a estas situaciones en las que se pretende
y se ansían los primeros puestos de poder, puesto que en la Iglesia, las cosas
funcionan distinto a como funcionan en el mundo, como lo dice Jesús de modo
explícito. Si en el mundo los gobernantes ejercen su poder de modo despótico y
tirano, autoritario y dominante, y acceden a ese poder quienes demuestren mayor
astucia y violencia, y quienes se muestren capaces de ser tiranos,
autoritarios, ambiciosos, con sed de poder y de gloria mundana, en la Iglesia, por el contrario,
las cosas son radicalmente distintas: en la Iglesia, quien quiera ser el primero, debe ser el
último de todos; en la Iglesia,
el que quiera ser grande, debe ser el servidor de toda la comunidad.
Ejemplo de esto lo da Él
mismo, ya que siendo el más grande, puesto que es nada menos que Dios Hijo
encarnado, se hace el último de todos, muriendo en muerte humillante de cruz
para la salvación del mundo.
Jesús da ejemplo de cómo ser
el último de todos y el servidor de todos, desde el momento mismo de su
Encarnación, porque siendo la Segunda
Persona de la Santísima
Trinidad, y por lo tanto, Dios omnipotente, sin dejar de ser
lo que es, se hace un débil y frágil embrión humano unicelular en el seno
virgen de María; da ejemplo de ser el último de todos, cuando en la Última
Cena, siendo Él el Dios tres veces santo, ante quien los ángeles se postran en
su presencia, sin atreverse a levantar la mirada, por su inmensa majestad, Él
mismo, como si fuera un esclavo, se arrodilla delante de sus discípulos y hace
una tarea propia de esclavos, lavándoles los pies. Es esto lo que les quiere
decir a los discípulos, cuando les pregunta si “pueden beber del cáliz” que Él
ha de beber: los discípulos serán grandes, ocuparán lugares en el cielo, si
junto a Él viven la humillación de la
Pasión, la amargura de la Cruz, el dolor del Calvario, y no de otra manera.
También la Virgen da ejemplo de cómo,
siendo la más grande entre todas las criaturas, ángeles y hombres, se humilla a
sí misma, llamándose “Esclava del Señor”, cuando el ángel le anuncia la noticia
más asombrosa que jamás nadie pueda recibir, que ha sido elegida para ser la Madre de Dios.
Además de la Virgen y de Jesús, también
el Santo Padre predica con el ejemplo, porque siendo el más grande en la
jerarquía eclesiástica, desde el momento en que es Vicario del Hombre-Dios
Jesucristo, su función es estar al servicio permanente de la Iglesia y de sus miembros,
y esto se ve reflejado en la descripción de su nombre: el Sumo Pontífice es
“Siervo de los siervos de Dios”, es decir, como Vicario de Cristo, como
ostentador de los máximos poderes espirituales que puede dar Dios a un hombre
en esta tierra, es “siervo” de los siervos de Dios, de los bautizados.
Estos maravillosos ejemplos
de humildad y de abajamiento, que nos ofrecen Jesús y María, y también el Santo
Padre, son el fundamento de porqué el cristiano debe ser el “último de todos” y
el “servidor de todos”, si es que quiere ser “grande” en el Reino de los cielos:
en la Iglesia,
no hay manera de ser “grande” si no se pasa por la humillación y la cruz.
Otro elemento que se debe
tener en cuenta es que el hecho de que el cristiano deba considerarse el
servidor de todos y el último de todos, no quiere decir que Jesús impide o
niega la sed de grandeza que está en todo hombre; por el contrario, Jesús
estimula el deseo de grandeza y de honores, pero de una grandeza y honores no
mundanos, sino celestiales y sobrenaturales. Jesús nos pide explícitamente que
tengamos deseos de ser grandes en el cielo, cuando nos dice que hagamos
“fructificar los talentos” (cfr. Mt
25, 14-30); cuando nos pide que seamos “perfectos como vuestro Padre del cielo”
(cfr. Mt 5, 48); cuando nos pide que
“atesoremos tesoros en el cielo” (Mt
6, 19-21), y por lo tanto, el cristiano no debe excusarse en una falsa humildad
para no querer destacar. Todo lo contrario, debe esforzarse al máximo en sus
capacidades y dones de todo tipo –materiales, intelectuales, espirituales,
etc.-, poniéndolas al servicio de la
Iglesia y de la salvación de las almas.
“El que quiera ser grande,
que sea el servidor de todos”. El consejo de Jesús parece una contradicción,
porque humanamente no se puede ser, al mismo tiempo, grande y servidor. Sin
embargo, Dios Hijo nos demuestra, con la sabiduría divina de la Cruz, que la grandeza del
hombre está en la humildad y en la humillación.
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