“Yo
los envío como ovejas en medio de lobos” (Lc
10, 1-9). El envío de Jesús a sus discípulos, a la misión de evangelizar el
mundo, tiene una característica: los cristianos serán, en medio del mundo, como
“ovejas en medio de lobos”.
Esta
situación no se deriva de un factor extrínseco, meramente moral, como pudiera
ser la decisión pragmática del fundador de una religión con respecto a sus
discípulos, ni se trata de un pacifismo a ultranza: la situación de verdadera
indefensión en la que se encuentran los discípulos –no puede haber mayor
indefensión para un rebaño de ovejas que encontrarse rodeada por una manada de
hambrientos y feroces lobos- depende de la naturaleza misma de las cosas y de
la realidad teologal última de la historia y de la vida humana.
La
oveja, mansa y pacífica, humilde, indefensa, representa al fiel bautizado, el
cual a su vez es una imagen del ser divino, por cuanto lleva su impronta, al
haber sido creado a su imagen y semejanza: el Ser divino trinitario es
pacífico, manso, y humilde; de ahí que Jesús pida en el Evangelio su imitación:
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Por
el contrario, el lobo, con su característica ferocidad, salvajismo y sed de
sangre y con su capacidad de sembrar muerte a su alrededor, es una figura del
Príncipe de las tinieblas, que movido por su sed inextinguible de odio, no solo
despedazaría corporalmente en el acto a todo hombre si le fuera permitido por
la Voluntad divina, sino que lo arrastraría a lo más profundo del infierno,
para hacer sufrir por la eternidad a quien fuera en vida una imagen del Dios
Viviente.
Es
aquí entonces cuando se comprende en toda su magnitud sobrenatural la frase de
Jesús: “Yo los envío como ovejas en medio de lobos”, puesto que el mundo está
bajo el poder del Maligno y busca destruir todo resquicio de luz y de verdad
divina, contenidos de la misión que las ovejas, los bautizados, tienen que
realizar.
Lo
malo es cuando las ovejas, más que disfrazarse, se transmutan en lobos; lo malo
es cuando el cristiano, llamado a ser una prolongación y una actuación viviente
de la mansedumbre y humildad de Jesús, se convierte en un espantoso y deforme monstruo, soberbio y
desafiante, que pretende destruir todo a su paso, como si fuera una siniestra prolongación
en la tierra del ángel caído.
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