(Domingo
XX - TO - Ciclo C – 2016)
“Yo
he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera
ardiendo!” (Lc 12, 49-53). ¿Qué clase
de fuego es el que ha venido a traer Jesús? Ya en el Antiguo Testamento, Dios
había mandado fuego sobre la tierra, como en la destrucción de las ciudades de
Sodoma y Gomorra (cfr. Gn 19, 24),
debido a los pecados de impureza de sus habitantes. ¿Es este fuego el que ha
venido a traer Jesús? ¿Es el fuego destructor, material, que arrasa con los
cuerpos, con las casas, con la vegetación, con los animales, con la naturaleza
toda? Además, según las palabras de Jesús, es un fuego que “debe arder sobre
toda la tierra”, es decir, es un fuego de alcance universal. Y si estamos, como
se puede comprobar día a día, en una situación en la que se ha universalizado
el pecado de Sodoma y Gomorra, ¿se trata acaso del deseo de destrucción del
mundo por parte de Dios, teniendo en cuenta esta situación de corrupción moral
generalizada, que abarca a todo el planeta? ¿Quiere Dios destruir el mundo, no
ya por un Diluvio Universal, sino por un fuego de alcance universal?
La
respuesta a estas preguntas es que el fuego que ha venido a traer Jesús no es
un fuego conocido por el hombre; no es un fuego destructor; no es un fuego
material; no es un fuego que provoca dolor; no es un fuego que consume la
materia y la convierte en carbón y cenizas. El fuego que ha venido a traer
Jesús y que “ya quiere verlo ardiendo”, es el Fuego del Divino Amor, el
Espíritu Santo; es el Amor de Dios que une al Padre y al Hijo desde la
eternidad y que Él quiere enviarlo sobre el mundo; es el Fuego que incendia las
almas en el Amor de Dios; es el Fuego que convierte los corazones de los hombres,
secos como la leña o como la hierba al sol, en carbones ardientes, en teas
llameantes, que arden en el Amor Divino; es un Fuego celestial, sobrenatural, jamás
visto y que no tiene las propiedades destructoras del fuego material, sino que
se trata de un fuego que ilumina, vivifica con la vida de Dios y comunica el
Amor de Dios a aquel que es alcanzado por sus llamas.
La
otra pregunta a responder es: ¿dónde está ese Fuego que ha venido a traer
Jesús? Está en su Sagrado Corazón, envolviéndolo con sus llamas, y es el Espíritu
Santo. El Fuego que ha venido a traer Jesús es el Espíritu Santo, el Amor Divino,
con el que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre desde la eternidad. Es el
Fuego de Pentecostés que incendia los corazones en el Amor de Dios y que,
inhabitando en el Corazón de Jesús, es transportado, vehiculizado, por su
Sangre Preciosísima. Es éste el Fuego que Jesús ha venido a traer al mundo y
que “ya desea verlo ardiendo”: es un fuego espiritual, que ha de incendiar las
almas y los corazones.
¿Y
de qué manera enviará Jesús este Fuego al mundo, a las almas, a los corazones
de los hombres? Él mismo lo dice, y es cuando, elevado en la Cruz –“Tengo que
recibir un bautismo”, el bautismo de su Sangre-, su Sagrado Corazón sea traspasado
y al ser traspasado, se produzca la efusión de su Sangre Preciosísima, Sangre
que porta al Espíritu de Dios, Fuego de Amor Divino, que al caer en los
corazones humanos secos como el leño, es decir, sedientos del Amor de Dios se
conviertan, al contacto con la Sangre del Cordero, en brasas incandescentes que
comienzan a arder, a brillar y a iluminar con la luz, el calor y el ardor del Divino
Amor.
“Yo
he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera
ardiendo!”. El Fuego que ha venido a traer Jesús es el Espíritu de Dios y está
contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico, y cada vez que comulgamos, Jesús
quiere aplicar este fuego a nuestros corazones, y son nuestros corazones los
que Jesús “quiere ya ver ardiendo”, y si estos no arden al contacto con la
Eucaristía –o Carbón Ardiente o Ántrax, como lo llamaban los Padres, porque es
la Humanidad de Cristo inhabitada por el Espíritu Santo-, es porque nuestros
corazones son tibios, es decir, son corazones duros y fríos como la roca, en
donde el fuego no puede aplicar. Que la Virgen convierta nuestros corazones en
madera reseca, para que al contacto con la Eucaristía, se conviertan en brasas
ardientes que irradien el Fuego del Amor de Dios, el Fuego que Jesús quiere ya ver ardiendo en nuestras almas.
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