“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21-35.19,
1). Movido por una mentalidad casuística, propia del fariseísmo, Pedro pregunta
a Jesús “cuántas veces” debe perdonar a su prójimo, pensando que el número
siete –que es número de perfección para los hebreos- era suficiente: “Se
adelantó Pedro y le dijo: ‘Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi
hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?’”. La respuesta de Jesús
da la magnitud del perdón en la nueva religión que Él viene a fundar: “Jesús le
respondió: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’”. Es decir,
Pedro pensaba que, si perdonaba siete veces, que es el número perfecto, ya
había cumplido con la ley, con lo cual, a la ofensa número ocho, ya se vería en
libertad para aplicar la ley del Talión: “Ojo por ojo, diente por diente”.
Jesús introduce dos novedades en el perdón cristiano: por un lado, no rechaza
la idea de la perfección del perdón “cuantificado”, por así decir, pero la
eleva al infinito al decir: “setenta veces siete”, lo cual quiere decir: “siempre”.
Es decir, si la ofensa se repite todos los días, todo el día, el cristiano debe
perdonar “setenta veces siete”, siempre. La otra novedad que introduce Jesús en
el perdón cristiano, es la “cualidad” del perdón: el cristiano –el discípulo de
Cristo- debe perdonar con un perdón que no es el perdón que está al alcance de
la naturaleza humana, sino el perdón divino. Para comprender de qué se trata,
el cristiano debe meditar, contemplar, reflexionar, arrodillado ante Jesús
crucificado, acerca del perdón divino que él mismo ha recibido en Cristo, un
perdón que le ha costado a Jesucristo su Vida y su Sangre, entregadas en la
cruz. Es decir, el cristiano debe perdonar a su prójimo –cualquiera sea la
ofensa que éste le haga, independientemente de si el prójimo pide o no perdón-
con el mismo perdón –y con el mismo Amor- con el cual Jesucristo nos perdona
desde la cruz. Ésa es la razón por la cual, como cristianos, no tenemos, en
modo absoluto, justificación para no perdonar a nuestro prójimo, sin importar
la magnitud del daño que nos haya hecho. Otro elemento aparte, es la cuestión
de la justicia, que sí debe ser buscada –es decir, en la ofensa del prójimo, mi
deber cristiano es perdonar, pero también, buscar la justicia, dependiendo de
la ofensa-.
“Perdona
hasta setenta veces siete”. El perdón del cristiano es radicalmente distinto al
perdón del Antiguo Testamento, porque se extiende en el tiempo y porque,
fundamentalmente, es un perdón nuevo, porque debo perdonar a mi prójimo con el
mismo perdón con el que Cristo Dios me perdona desde la cruz. Si no hago así,
soy como el hombre malvado de la parábola, que por una deuda insignificante
hizo encarcelar a su prójimo, cuando él mismo había recibido el perdón de su
deuda, de parte del rey, imposible de saldar, puesto que era una suma enorme de
dinero. Las ofensas que el prójimo nos hace, son ínfimas, comparadas con las
ofensas que suponen nuestros pecados contra la majestad y bondad divinas, y
Dios nos perdona siempre en Cristo Jesús, por su Sangre derramada en la cruz,
por lo cual no tenemos excusa alguna para no perdonar.
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