(Domingo
XXI - TO - Ciclo C – 2016)
“Traten
de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar
y no lo conseguirán” (Lc 13, 22-30).
¿Adónde hay que entrar? Al Reino de los cielos. ¿Por dónde? Por la “puerta
estrecha”. ¿Qué es esa “puerta estrecha”? Es Jesús mismo, según la propia
definición que da Él de sí mismo: “Yo Soy la Puerta”. Pero resulta que esta
Puerta está en la cruz, y es por eso que, todo aquel que quiera acceder al
Reino de los cielos y al seno eterno del Padre, tiene que subir a la cruz.
Jesús crucificado es la Puerta abierta al Reino de los cielos, porque su
Corazón ha sido traspasado por la lanza del soldado romano, y es por esa Puerta
abierta, que es su Corazón abierto por el acero de la lanza, por donde debemos
entrar los cristianos, si queremos llegar al Reino de Dios. No hay otra puerta
ni otro acceso al Reino de Dios sino es por la Puerta de Dios, el Sagrado Corazón
de Jesús traspasado por la lanza.
“Traten
de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar
y no lo conseguirán”. La Puerta por la que se entra al Reino es estrecha,
porque es el Corazón traspasado de Jesús, cuya herida abierta ha sido provocada
por el frío y duro acero de la lanza. Es una Puerta estrecha, porque la herida
es pequeña, aunque lo suficientemente grande como para que se derrame sobre las
almas el océano infinito de amor misericordioso y eterno que inflama al Corazón
de Jesús, pero es una herida pequeña cuando de entrar por ella se trata: para
entrar al Sagrado Corazón de Jesús, hay que pasar por la herida abierta de su
costado y por ahí no puede pasar quien está inflado por el orgullo; por la
herida abierta del Corazón traspasado de Jesús no puede pasar quien está
henchido por la soberbia y el amor propio. Por esta Puerta estrecha no se puede
pasar cargado de bienes materiales, de oro, de plata, de afición a la
concupiscencia carnal; por esta Puerta se ingresa a un camino, a un sendero
estrecho, en subida, difícil de transitar, porque además de ser en subida, se
debe cargar la cruz de todos los días; es un sendero arduo, a cuyos lados hay
filosas piedras y plantas espinosas que arrancan jirones de piel y provocan
heridas cortantes a quienes, por el peso de la cruz, trastabillan y caen; es un
sendero que es imposible de extraviarse, porque es único, en subida y porque
está señalado su recorrido por la Sangre Preciosísima del Cordero, que va
delante de todos, y que cae a borbotones de su Cuerpo herido; este sendero, al
que conduce la Puerta estrecha, finaliza en la cima de un monte, el Monte
Calvario, en donde se da muerte al hombre viejo, para que pueda nacer el hombre
nuevo, el hombre nacido de lo alto, del agua y del Espíritu, el hombre que vive
con una vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de los hijos de la
Luz; el que entra por la Puerta estrecha, carga la cruz hasta el Calvario,
muere al hombre viejo y nace al hombre nuevo, y así está listo para emprender
la Pascua, el “paso” de esta vida a la otra, a algo más grande que el Reino de
los cielos, el seno del eterno Padre, al que llega, conducido por el Hijo, en
el Amor del Espíritu Santo.
“Traten
de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar
y no lo conseguirán”. Si Jesús nos ofrece pasar por una Puerta estrecha, que es
su Corazón traspasado, el mundo también nos ofrece una puerta, pero se trata de
una puerta distinta a la de Jesucristo: es una puerta ancha, fácil de
traspasar; una puerta que conduce a un camino pavimentado, fácil de recorrer,
un camino en donde no hay que negarse ningún placer terreno, un camino en el
que todas las pasiones y todas las concupiscencias son satisfechas, un camino
fácil de recorrer porque no hay que llevar el peso de la cruz, la cual se
abandona a los costados del camino, un camino atractivo, lleno de luces de
colores, de pantallas de televisión que ofrecen programas sensuales, en donde
todos ríen a carcajadas por los dobles sentidos, un camino en donde no hay
necesidad de pensar ni en Dios ni en su Mesías, porque aquí no tienen importancia
sus Mandamientos, y por lo tanto tampoco importa el prójimo con sus
necesidades, sino que lo único que importa es el “yo” egoísta y mezquino, que
sólo piensa en sí mismo; un camino en el que todo el mundo es feliz, con una
felicidad pasajera, hecha de risotadas y carcajadas que se ríen de lo sagrado y
de todo lo bueno, pero que termina en llanto inconsolable, cuando el camino
empieza a deslizarse hacia abajo y finaliza en un gran abismo de fuego, del que
nadie sale nunca más, y en donde no existe el Amor de Dios, porque Dios, que es
Amor, está ausente con su Amor, aunque está Presente con su implacable Justicia
Divina, y en donde los condenados y los ángeles caídos, llenos de odio
implacable a los que caen en este abismo, son la compañía eterna de quienes no
quisieron entrar por la Puerta estrecha, el Corazón traspasado de Jesús.
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