sábado, 2 de marzo de 2019

“¿Puede un ciego guiar a otro ciego?”



(Domingo VIII - TO - Ciclo C – 2019)

“¿Puede un ciego guiar a otro ciego?” (Lc 6, 39-45). Para graficar sus enseñanzas, Jesús utiliza la imagen de un ciego que guía a otro ciego: ambos caerán en un pozo, porque no ven nada. Se trata de ciegos literales, es decir, de quienes no poseen la facultad de la vista, pero en la imagen hay otro significado, espiritual y sobrenatural, representado en los ciegos y sus cegueras. ¿Quiénes son estos ciegos y qué significa la ceguera? ¿Quiénes son los “guías ciegos de otros ciegos”? Jesús se refiere, literalmente, a los ciegos, pero en el sentido espiritual, se refiere a dos clases de ciegos: los fariseos y maestros de la Ley, pero también los cristianos[1] que viven mundanamente: ambos se creen mejores que los demás y con derecho a criticar sus vidas. Por eso dice: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”. Tanto los fariseos y maestros de la Ley, como los cristianos mundanos, son ciegos que pretenden corregir hasta el más mínimo defecto en los demás, pero no se corrigen a sí mismos.
Así como la ceguera en el ciego consiste esencialmente en la incapacidad para ver la luz, así en la vida espiritual la ceguera consiste esencialmente en la falta de fe y de gracia, que impide ver la luz eterna que es Cristo en la Eucaristía. El que no tiene fe y el que no tiene la gracia de Dios, vive en la más completa ceguera espiritual, convirtiéndose así en el “ciego que guía a otro ciego”, tal como lo dice Jesús. Los ciegos guías de ciegos son entonces ante todo los fariseos y maestros de la Ley porque, siendo hombres religiosos, han vaciado sin embargo a la religión de su esencia, la compasión, la justicia y la misericordia y la han reemplazado por mandamientos humanos y así han perdido la luz de la fe en el verdadero Dios; pero también los cristianos podemos ser ciegos guías de ciegos: nosotros los cristianos estamos llamados a ser “luz del mundo” y así, como luz del mundo, debemos iluminar a los que viven en las “tinieblas y en las sombras de muerte” del paganismo y de las falsas religiones; pero si no vivimos en gracia y si nos construimos unos mandamientos y una religión a nuestra medida, nos comportamos y somos como ciegos que guían a otros ciegos. Si no vivimos los mandamientos y si vaciamos a la religión católica de su contenido sobrenatural, contenido que se deriva del misterio central del cristianismo que es la fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, vivimos un cristianismo pagano y nos comportamos como ciegos de otros ciegos que, pretendiendo guiar a otros, caen todos en un mismo pozo. Así como un médico le advierte a su paciente que se está quedando ciego, así el sacerdote puede advertirle al cristiano que no hace adoración eucarística que, o está quedando ciego, o ya está ciego totalmente.
Entonces, en la imagen utilizada por Jesús los ciegos son, además de los fariseos y doctores de la Ley, los cristianos mundanos que son cristianos sólo de nombre, que no viven el Evangelio, pretendiendo incluso desde su mundanidad, ser mejores que los demás, sin corregirse antes a sí mismos[2]; son cristianos que, paradójicamente y en algo que parece una contradicción en los términos, viven un cristianismo mundanizado, un cristianismo ateo, un cristianismo sin Cristo.
Luego continúa Jesús, profundizando sus enseñanzas: “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”. Cuando seamos examinados al fin de la vida, en el Juicio Particular, Dios buscará amor en nuestros corazones y buenas obras en nuestras manos: si carecemos de ambas cosas, seremos considerados faltos de peso y apartados de su visión y presencia para siempre. Pero si Dios encuentra amor en el corazón y obras buenas en las manos, entonces dará al alma la recompensa eterna, la eterna bienaventuranza en los cielos. Es necesario ser árbol bueno, que dé frutos de santidad, para entrar en el Reino de los cielos. Un cristiano mundano, un cristiano que no reza, un cristiano que no se confiesa, que no comulga, un cristiano que no es misericordioso para con los demás, sobre todo los más necesitados, no puede dar frutos buenos, frutos de santidad. Y mucho menos puede criticar las faltas de los demás, si él mismo no enmienda su vida y convierte su corazón a Jesús crucificado.
Continúa Jesús: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”. ¿Cómo podemos adquirir amor, para atesorar en el corazón y sacar de ahí tesoros de bondad y santidad para dar a los demás? De la única manera posible que podemos tener verdadero Amor en el corazón, es obteniéndolo del lugar en donde este se encuentra, y es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Acudamos a la Eucaristía, al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, para obtener el Amor Misericordioso de Dios, el Amor que saciará nuestra sed de Amor y con el cual podremos nosotros saciar la sed de Dios que tiene el prójimo. Quien tiene el corazón vacío del Amor de Dios, no puede tener verdadera bondad, porque la verdadera bondad sólo se la obtiene del Corazón de Dios. Para poder ser no solo buenos, sino santos, que es ser buenos con la bondad de Dios, es necesario tener amor en el corazón, porque nadie da de lo que no tiene, como dice el dicho. Si recibimos la Eucaristía con un corazón humilde y agradecido, lleno de piedad y de fervor, entonces nuestro corazón se encenderá en el Amor de Dios, así como el leño seco o el pasto se encienden al contacto con la brasa ardiente, y así podremos dar el Amor de Dios a nuestros hermanos. Obteniendo el Fuego del Amor Divino que arde en la Eucaristía, no sólo podremos hablar del Amor de Dios –“de la abundancia del corazón habla la boca”, dice Jesús-, sino que, más importante que hablar del Amor de Dios, daremos el Amor de Dios, traducido en obras de misericordia, a nuestros hermanos más necesitados. Sólo con la luz de la fe –contenida en el Credo- y con la luz de la gracia –que se nos brinda en los sacramentos- dejaremos de ser ciegos guías de ciegos y nos convertiremos en luz del mundo. Sólo así seremos los árboles buenos que den los frutos buenos de la santidad de vida, ya que podremos sacar del Corazón de Cristo lo que es bueno y santo y darlo a los demás.




[1] Pero, ¿qué es un ciego espiritual? El ciego espiritual es el que ve en la Eucaristía solo un poco de pan bendecido y no el Cuerpo y la Sangre de Cristo; el ciego espiritual es el que ve en la Santa Misa solo el recuerdo de un banquete religioso y no la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz; el ciego espiritual es el que ve los Sacramentos –sobre todo, bautismo, eucaristía, confirmación, matrimonio- como meros hábitos sociales, necesarios para ser aceptados socialmente y no como misterios sobrenaturales que comunican la gracia que nos hace vivir la vida de Dios; el ciego espiritual es el que ve la Iglesia y sus sacramentos como laboratorios de experimentación en el que cada uno puede hacer lo que quiere y como quiere, sin que se le pueda decir que eso no es lo correcto porque va en contra de lo sagrado; el ciego espiritual es el que ve a la Iglesia y sus estructuras como simples instrumentos de sus ambiciones personales de ser reconocidos como algo o como alguien y no como lo que es, la Esposa Mística del Cordero, puesta en el mundo para salvar almas y no para brillar socialmente; el ciego espiritual es el cristiano que vive mundanamente, lleno de soberbia y vanidad, al que no se le puede llamar la atención porque se ofende y se va, en vez de aceptar con humildad la corrección fraterna; el ciego espiritual es el que comulga y confiesa con rutina, de forma mecánica, fría, indiferente, sin tener en cuenta que en la confesión es la Sangre de Cristo la que limpia sus pecados para que no los vuelva a cometer más y que en la Eucaristía es alimentado con el Cuerpo de Cristo, para que no vuelva a tener más hambre de Dios, porque Dios se le entrega como alimento celestial. Muchos cristianos están en la Iglesia pero no porque siguen a Cristo, sino porque encuentran en la Iglesia cosas que no encuentran en el mundo: reconocimiento, poder, prestigio, estatus, renombre. Pero pocos se dan cuenta que estas cosas, a los ojos de Dios, nada valen y que lo que cuenta es trabajar, sí, por su Iglesia, pero no para ser vistos y aplaudidos por los hombres, sino para ser vistos sólo por Dios, quien ve lo más profundo del corazón y conoce por lo tanto las intenciones más ocultas del corazón humano y premia al que trabaja con amor y humildad y no para ser aplaudido. Ahora bien, esta ceguera espiritual puede ser curada: si la curación de la ceguera corporal parece algo difícil y a veces hasta imposible –sólo un milagro puede sanar la atrofia de los nervios ópticos, por ejemplo, o la pérdida de la retina, entre otras causas de ceguera- la curación de la ceguera espiritual es, sin embargo, más fácil y accesible. Se necesita, ante todo, humildad y querer ser sanado de la ceguera espiritual; por otro lado, se necesita de la curación que sólo la gracia puede realizar y de la luz de la fe en Cristo Jesús como Hombre-Dios, que es lo que permite ver sus misterios sobrenaturales.
[2] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 596.

No hay comentarios:

Publicar un comentario