“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). La parábola de Jesús del
rico Epulón y del pobre Lázaro debe ser meditada a la luz de su misterio
pascual de muerte y resurrección; de lo contrario, se puede caer en
reduccionismos materialistas y antropológicos extraños a la doctrina católica. En
efecto, una interpretación materialista y reduccionista, que elimina lo
sobrenatural y el misterio de Cristo y reduce la parábola al mero alcance de la
razón humana, derivando en una lectura neo-marxista –tal como lo hace la
Teología de la Liberación-, es una interpretación del todo alejada de la doctrina
católica y del Magisterio de la Iglesia. Según esta interpretación
materialista, el rico se condena por ser rico, mientras que el pobre se salva por ser pobre. Pero interpretar la parábola de esta manera es negar su
contenido sobrenatural, su relación con el misterio salvífico de Jesús y la
revelación de que existe una vida eterna, más allá de esta vida terrena, en la
que nos esperan dos destinos: el Cielo o el Infierno.
Cuando se reflexiona sobre la parábola a la luz del misterio
de Cristo, se puede ver que el rico no se condena por su riqueza, sino por el
uso egoísta que hace de la misma: el rico utiliza su riqueza sólo para él, sin
pensar en su prójimo, que está necesitado a causa de su enfermedad. Por otra
parte, el pobre se salva no a causa de su pobreza, sino porque sufre sus
calamidades, enfermedades, miserias y necesidades, con humildad y mansedumbre,
sin quejarse nunca de Dios, agradeciendo a Dios por darle el don del
sufrimiento. Éste es el verdadero y único sentido de la parábola: ni el rico se
condena por su riqueza, ni el pobre se salva por su pobreza; el destino de
ambos está sellado por sus actos libres, de egoísmo en el caso del rico y de
humildad y mansedumbre con la Voluntad de Dios en el caso del pobre.
Falsearíamos gravemente la Palabra de Dios si
interpretáramos esta parábola con una óptica marxista, según la cual el rico es
malo por ser rico y el pobre es bueno por ser pobre: esta interpretación nada
tiene que ver con la auténtica Tradición y el auténtico Magisterio de la
Iglesia, que nos enseñan que lo que condena al alma es el apego desordenado a
los bienes terrenos, mientras que lo que salva al alma no es la pobreza, sino
la gracia santificante, que nos hace partícipes de la mansedumbre de Cristo en
la cruz.
“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. No
hace falta ser millonario para estar apegado a las riquezas, porque se puede
ser pobre, pero tener afición desordenada al dinero, con un corazón avaro y
mezquino; por el contrario, se puede ser rico materialmente hablando, pero al mismo
tiempo se puede ser humilde y generoso, siempre y cuando se utilicen las
riquezas no en modo egoísta, sino para auxiliar al prójimo más necesitado, en
quien se encuentra Presente Cristo misteriosamente. Entonces, no nos condenarán
las riquezas materiales, sino el apego desordenado y egoísta a las mismas y no
nos salvará la pobreza material en sí misma, sino la pobreza espiritual que nos
da la gracia santificante.
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