“Lo
quiero, queda purificado” (Mc 1, 40-45).
Jesús cura a un leproso. La escena, real, tiene sin embargo un significado
sobrenatural: la lepra es figura del pecado: así como la lepra, provocada por
un bacilo, destruye de manera insensible pero progresiva y sin detenimiento, el
cuerpo, así el pecado, insensiblemente, destruye la vida del alma, hasta darle
muerte final. Al curar al enfermo leproso, Jesús anticipa aquello que hará a
nivel espiritual: Él es el Cordero de Dios que, al precio altísimo de su Sangre
derramada en la cruz, quitará el pecado del alma del hombre, esa mancha oscura
que impregna de malicia y de rebelión contra Dios, a su corazón. Por esto es
que, entonces, la curación de la enfermedad corporal –en este caso, la lepra-,
no es, de ninguna manera, el objetivo final de la misión de Jesucristo en la
tierra y, en consecuencia, tampoco lo es el de la Iglesia. Sin embargo, tampoco
es el objetivo final del Verbo de Dios Encarnado, la curación de la enfermedad
espiritual, porque si bien Jesús quita aquello que enferma al alma con la
desobediencia y la falta de amor a Dios, que es el pecado, y si bien Él es,
como lo enseña la Iglesia, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el
hecho de quitar el pecado –un don grandioso, maravilloso e inmerecido para el
hombre-, con todo, es sólo el prolegómeno de un don de la Misericordia Divina inimaginable
e impensable: el don de la filiación divina, que hace vivir al hombre con la
vida nueva de los hijos de Dios. Esto también está anticipado en la curación
del leproso: así como el leproso, luego de ser curado, comienza a vivir una
vida nueva, la vida sin la enfermedad de la lepra, la vida sana, así también,
aquel a quien Jesucristo le quita el pecado, comienza a vivir la vida nueva, la
vida de la gracia. Todos nosotros estamos representados en el leproso que
recibe la curación y la vida nueva, porque a todos nosotros, Jesucristo nos
quita el pecado con su Sangre Preciosísima, derramada en la cruz y vertida en el alma por
medio del Bautismo sacramental y el Sacramento de la Confesión, y todos
nosotros hemos recibido la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos de
Dios. Entonces, como el leproso del Evangelio, que “proclamaba a todo el mundo”
el don recibido, también nosotros proclamemos al mundo, con el ejemplo de vida,
la Divina Misericordia derramada en nuestras almas.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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