martes, 22 de abril de 2014

Miércoles de la Octava de Pascua



(Ciclo A - 2014)
“Estando a la mesa bendijo el pan (entonces) los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron” (Lc 24, 35-48). Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús solo después de la fracción del pan. Hasta ese momento, habían estado conversando con Jesús, pero lo habían confundido con un extranjero. Muchos autores piensan que la cena que comparten con Jesús y en la cual lo reconocen al partir el pan, es en realidad la celebración de la Misa, con lo cual la fracción del pan sería un acto sacramental, aunque otros lo niegan. De todos modos, se trate o no de la celebración de una Misa, es indudable que en ese momento, en la fracción del pan, Jesús infunde el Espíritu Santo sobre los discípulos, con lo cual estos adquieren la capacidad sobrenatural de reconocerlo. Esta capacidad sobrenatural de reconocer a Jesús se acompaña de un ardor que experimentan en sus corazones, fruto de la caridad o amor celestial que los inunda por la Presencia de Jesús entre ellos.

A pesar de que los discípulos de Emaús caminan al lado de Jesús y hablan con Él, no lo reconocen, porque hay en ellos un misterioso impedimento que no les permite reconocerlo: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Este impedimento desaparece con la efusión del Espíritu por parte de Jesús en el momento de la fracción del pan. También a nosotros nos pasa como a los discípulos de Emaús: somos discípulos de Jesús; lo conocemos, hablamos con Él en la oración, caminamos con Él día a día, lo invitamos a nuestros aposentos, a que cene con nosotros, es decir, lo recibimos en nuestros corazones, en la comunión eucarística, pero en el fondo, no dejamos de tratarlo como a un forastero, como a un extranjero, como a un desconocido, como a uno a quien vemos por primera vez en la vida, como a uno a quien no conocemos. Es necesario, por lo tanto, que Jesús nos infunda su Espíritu Santo, para que abra nuestros ojos del alma, para que lo podamos ver y verdaderamente conocer no como a un forastero, sino como a nuestro Dios, como a nuestro Salvador, como a nuestro Redentor, como al Hombre-Dios, que entregó su vida por nosotros en la cruz. Y entonces sí arderá nuestro corazón con el fuego del Amor del Espíritu Santo y le diremos: “Quédate con nosotros, Jesús, porque es tarde y el día se acaba; quédate con nosotros, y no te vayas nunca”.

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