(Domingo
IV - TO - Ciclo C – 2016)
“Todos estaban admirados por sus palabras de gracia (…) Se
enfurecieron y quisieron despeñarlo” (Lc 4, 21-30).
Sorprende el cambio radical de sentimientos y de actitud por
parte de aquellos a quienes predica Jesús. En un primer momento, todos están “admirados”
por su sabiduría; en un segundo momento, “todos se enfurecen” y de tal manera,
que quieren matar a Jesús, arrojándolo por el precipicio.
¿Cuál es la causa de este cambio radical en sus ánimos e intenciones?
Para entender el porqué del cambio radical de ánimo –de la
admiración por sus palabras al deseo de quitarle la vida- hay que reflexionar
en los episodios de los profetas Elías y Eliseo que recuerda Jesús: en ambos
casos, los profetas son enviados, no a los miembros del Pueblo Elegido -es
decir, a los que creían en un Único Dios-, sino a los paganos, la viuda de
Sarepta y el leproso llamado Naamán el sirio. Ambos paganos, a pesar de no
pertenecer al Pueblo Elegido, se comportan con caridad –la viuda de Sarepta,
porque auxilia al profeta- y con piedad –el leproso, porque cree en la palabra
del enviado de Dios-, con lo cual, como dice Jesús, se vuelven merecedores de
los favores de Dios.
Lo que Jesús les quiere decir -si bien indirectamente- a
quienes lo escuchan, miembros del Pueblo Elegido, al traer a la memoria ambos
episodios, es precisamente este hecho, el de haber recibido, de parte de Dios,
un amor de predilección al haberlos elegido para que formen parte del Pueblo de
Dios, pero ellos han sido infieles a este Amor de Dios, al endurecer sus
corazones, faltos de caridad y de piedad, que es lo que sí demostraron tener
los paganos, la viuda de Sarepta y el leproso Naamán el sirio. Esta dureza de
corazón es lo que hace que no sean gratos a los ojos de Dios y que por lo
tanto, no reciban de Él sus favores, como sí lo recibieron los paganos.
En
otras palabras, lo que Jesús les quiere decir es que no es la pertenencia
formal al Pueblo Elegido, lo que les vale el favor de Dios, sino esa
pertenencia, más la caridad y la piedad, como los paganos, la viuda y el
leproso. Dios da sus favores a estos últimos porque demostraron con sus obras
ser verdaderamente hombres de religión: la viuda de Sarepta que ayudó a Elías y
el leproso curado, demostraron caridad y piedad, respectivamente, que forman
parte de la virtud de la religión y es en
lo que constituye la esencia del acto religioso. Sin caridad y sin piedad, la
religión y los actos religiosos –y la persona que se dice religiosa- se vuelven
vacíos, duros, fríos, y no son agradables a Dios. Todavía más, reaccionar con
enojo frente a la corrección de algo que estamos haciendo mal, como lo hacen
los que escuchan a Jesús en el pasaje del Evangelio, es índice muy claro de
ausencia del Espíritu Santo en un alma, y es señal también de un alto grado de
soberbia. La humildad y la mansedumbre del corazón son, por el contrario,
señales de un corazón similar al Corazón de Jesús, manso y humilde.
No debemos pensar que Jesús habla solamente a quienes lo escuchaban
en ese momento: también nos hace a nosotros el mismo reproche; no tenemos que
pensar que, por pertenecer a la Iglesia Católica, por estar bautizados y por asistir a Misa, somos gratos
a Dios: esto, sí, es sumamente necesario, pero es igualmente necesario poseer la
caridad –el amor sobrenatural a Dios y al prójimo- y la piedad. Sólo siguiendo
el ejemplo de los paganos citados por Jesús, la viuda de Sarepta y el leproso
Naamán, el sirio, sólo así, nos aseguraremos de ser gratos a Dios y de ser
merecedores de su favor.
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