domingo, 5 de octubre de 2014

“¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” “Sé misericordioso, como el samaritano de la parábola”




“¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” “Sé misericordioso, como el samaritano de la parábola” (cfr. Lc 10, 25-37). Un joven le pregunta a Jesús acerca de qué es lo que debe hacer para “ganar la vida eterna”, y Jesús le responde con la parábola del buen samaritano, que socorre a un hombre que es dejado malherido, luego de ser golpeado por los asaltantes del camino, y al cual un sacerdote y un levita, respectivamente, lo habían dejado abandonado, sin socorrerlo.
         Con la parábola, además de enseñarnos de que las obras de misericordia –en este caso, corporales, pero también se encuentran las espirituales- son absolutamente necesarias para entrar en la vida eterna –de hecho, es la enseñanza central de la parábola-, Jesús nos enseña otra cosa que, si bien es secundaria en relación a la enseñanza central, no deja de ser menos importante. Esta otra enseñanza es la siguiente: que la práctica de la religión no es lo que hace bueno y, mucho menos, santa, a una persona, y que Dios no premia con la vida eterna a una persona, por la práctica externa de la religión, porque Dios ve en lo profundo del corazón, y no las apariencias externas.

“¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” “Sé misericordioso, como el samaritano de la parábola”. La parábola contiene, por lo tanto, una doble enseñanza: la vida eterna se consigue a fuerza de obras de misericordia, corporales –como las obradas por el buen samaritano, para con el prójimo, que estaba malherido por los asaltantes-, y que no por aparentar piedad, bondad y santidad por fuera, usando hábitos religiosos y frecuentado el templo, nos salvaremos, porque Dios no se deja engañar por nadie, ya que Él escudriña lo más profundo de los corazones, y sabe si en ellos hay bondad o malicia, y si hay malicia, ese corazón no entrará en el Reino de los cielos, aún cuando esté adornado por fuera con vistosos y costosos hábitos religiosos. Sólo los corazones humildes y contritos, y llenos de amor a Dios y al prójimo, entrarán al Reino de los cielos, aún cuando por fuera, estén revestidos de harapos o de pobres vestidos, como el samaritano.

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