sábado, 23 de abril de 2011

Domingo de Resurrección

Cristo ha resucitado,
Ya no está más
con su Cuerpo muerto
en el sepulcro.
Ahora está vivo, para siempre,
con su Cuerpo vivo y glorioso,
lleno de la luz y del Amor de Dios,
en los cielos
y en la Eucaristía.


El Domingo de Resurrección no se entiende si no se lo considera en una unidad místico-real con el Viernes Santo y el Sábado Santo. Los tres días forman una sola unidad, la cual, comenzando en el tiempo, finaliza en la gloriosa eternidad de Dios Uno y Trino.

Para contemplar la Resurrección del Señor, es necesario retomar previamente a partir los últimos momentos del Viernes Santo. Teniendo esto en consideración, podemos unirnos espiritualmente al Sacro Triduo Pascual, para contemplar el misterio de la muerte y resurrección del Hombre-Dios.

En el Viernes Santo, todo es dolor, llanto, tristeza y amargura, porque ha muerto el Hombre-Dios. Ha sucumbido, agotadas sus fuerzas físicas, ante el embate de la furia deicida del hombre sin Dios. Su Cuerpo, llagado de pies a cabeza, surcado por miles de heridas, cubierto de moretones y golpes, se ha rendido, agotado por tanta saña humana.

Su Corazón ha dejado de latir, después de bombear hacia fuera toda la sangre que había en el Cuerpo. Jesús ha cerrado los ojos, el Dios de la vida ha muerto.

A los pies, la Madre de los Dolores llora en silencio, oprimido su Inmaculado Corazón por las espinas que son los pecados de los hombres, los que han matado a su Hijo. Los hombres le han quitado a su Hijo, y le han ofrecido a cambio un dolor quemante, las lágrimas de agua y sal que surcan el rostro de la Dolorosa.

Juan y los amigos de Jesús bajan su Cuerpo de la cruz, lo entregan a la Madre, para que lo abrace por última vez y la Madre, recordando de cuando de niño lo acunaba entre sus brazos, lo mece suavemente, con infinito dolor, antes de entregarlo para que sea sepultado.

La Virgen María acompaña al cortejo fúnebre, encabezado por Juan, que conduce al Cuerpo muerto de Jesús al sepulcro cedido por José de Arimatea.

Al entrar, sólo una tenue luz los ilumina, la luz de una antorcha, colocada en una pared. El sepulcro está excavado en roca, y posee una especie de camastro en donde se coloca el Cuerpo del Señor. La Virgen María, Juan, las mujeres piadosas, y los demás amigos de Jesús, lloran y rezan en silencio, de pie, por unos momentos, hasta que se retiran. Se llevan la antorcha que iluminaba el lugar, cierran la pesada piedra que hace de puerta, y se retiran, dejando el interior del sepulcro en completa oscuridad, y en silencio.

Permanecemos de rodillas, en respetuoso silencio, a un costado de Jesús, muerto, amortajado, y ungido con perfumes.

Sólo silencio y oscuridad reinan en la bóveda mortuoria.

De pronto, sucede lo inimaginable, lo insólito, lo inaudito: una luz, suave, blanca, se enciende en el pecho de Jesús, a la altura de su Sagrado Corazón, y a la par que se enciende, el silencio del sepulcro es roto por un delicado ruido, un golpetear rítmico que no se detiene, que llena de esperanza y de alegría a quien lo escucha: ¡es el Corazón de Jesús, que ha comenzado a latir! Ya no hay silencio y oscuridad en el sepulcro: han sido reemplazados por la luz del Corazón de Jesús, y por el dulce sonido de su latir.

Poco a poco, la luz que brota del Corazón se expande, rápidamente, y en todas direcciones, por el Cuerpo muerto de Jesús, llenándolo de luz y de vida a medida que lo invade: es la vida y es la luz de Dios Uno y Trino. ¡Jesús ha resucitado! Y con su resurrección, ha vencido a los tres enemigos del hombre: el demonio, el mundo y la carne, y por eso es que la resurrección de Jesús representa el momento de la liberación del hombre, y no solo eso, sino que representa también el momento del ingreso y de la incorporación del hombre a la vida íntima de Dios Uno y Trino, por la gracia.

Un poco más tarde, las santas mujeres descubrirán que el sepulcro está vacío, ya que verán la sábana vacía y el sudario doblado, y serán los ángeles quienes les dirán que Jesús no está en el sepulcro, porque ha resucitado. Ellas avisarán a los demás, principalmente a Pedro y a Juan, quienes comprobarán con sus propios ojos la noticia de la resurrección de Jesús.

Desde entonces, esta es la misión de la Iglesia: anunciar que el sepulcro está vacío, porque Cristo ha resucitado, y que su Cuerpo, muerto y frío, ya no está más en la piedra de la tumba, porque está de pie, vivo, glorioso, resucitado, con su Corazón palpitando con la luz, la gloria, la vida, la alegría y el Amor divino, en otra piedra, en la piedra del altar, en la Eucaristía. Su Cuerpo ya no está en el sepulcro, el sepulcro está vacío, porque su Cuerpo está vivo, glorioso, en otra piedra, la piedra del altar, en la consagración eucarística. Cristo ha desocupado el sepulcro, para ocupar el altar.

Nuestro corazón es como el sepulcro que José de Arimatea prestó a Jesús (cfr. Mt 27, 60): es duro, frío, y se encuentra a oscuras sino lo ilumina la luz de la gracia.

Preparémoslo convenientemente, con la ayuda de la gracia, por medio de la fe y de la oración, de las obras buenas y de la mortificación, para que en él resucite Cristo y lo ilumine con su luz, con su gloria, con su alegría y con su Amor.

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