viernes, 15 de abril de 2011

Que en nuestro corazón resuenen los cantos de alabanza del Domingo de Ramos, pero no los insultos del Viernes Santo

Que nuestro corazón entone cantos de alabanza,
como en el Domingo de Ramos,
y nunca jamás se oigan en él
los insultos del Viernes Santo.

Jesús entra en Jerusalén, y a su entrada, es recibido por el pueblo, que lo aclama como su Mesías y Rey (cfr. Mt 27, 11-54). Los que lo reciben con alegría, con cantos de júbilo y alabanza, son aquellos que presenciaron sus portentosos milagros, y muchos de ellos fueron sus beneficiarios. Se muestran alegres por lo que Jesús ha hecho por ellos: les ha curado sus enfermos, les ha dado la vista a los ciegos, ha hecho hablar a los mudos, oír a los sordos; ha resucitado sus muertos, ha expulsado demonios de los cuerpos que eran atormentados por ellos; ha perdonado sus pecados, como en el caso de la mujer adúltera, y en el caso del paralítico; ha multiplicado panes y peces, saciándoles el hambre del cuerpo; ha predicado la Buena Noticia.

Los beneficios de Jesús para con el Pueblo Elegido son innumerables, imposibles de contarlos, tan grande es su número. Para con todos ha tenido palabras de bondad, de perdón, de misericordia; a nadie ha dejado sin escuchar y sin atender en sus peticiones; sobre todos ha derramado el Amor de Dios.

Los habitantes de Jerusalén parecen darse cuenta, súbitamente, de todos los beneficios que han recibido de Jesús, y recordando sus portentosos milagros, su prédica, su bondad, lo aclaman como al Mesías, como a su Rey y Salvador, tendiendo a su paso mantos, y aclamándolo con palmas.

El Domingo de Ramos, Jesús entra como manso y humilde Rey pacífico, montado en una asna, bendiciendo a todos con su mirada, aceptando, humildemente, el homenaje que le brindan.

Pero muy distinto será su ingreso unos días más tarde, cuando el mismo Pueblo cambie radicalmente su disposición hacia Él: si el Domingo de Ramos, a su entrada a Jerusalén, lo recibieron tendiendo mantos y agitando palmas a su paso, acompañando su paso con gritos de alegría y cantos de júbilo, el Viernes Santo, el Hombre-Dios saldrá de la Ciudad Santa cargando la cruz, y será acompañado por una multitud vociferante, enardecida de odio contra Él, su Dios, que los había colmado de regalos, y en vez de cantos y gritos de júbilo, Jesús oirá blasfemias, insultos, ultrajes, y gritos de cólera, y a su paso, en vez de suaves mantos tendidos a su paso, y en vez de hojas de palmeras agitadas en su honor, la multitud acompañará a Jesús, paso a paso, camino de la cruz, con patadas, golpes de puño, bastonazos, latigazos, y en el lugar del suave mecerse de las hojas de palmera del Domingo de Ramos, blandirá sus puños, elevándolos a lo alto, amenazantes, en dirección a su rostro y a su cuerpo.

Si el Domingo de Ramos Jesús experimentaba alegría, al ver en los rostros del Pueblo Elegido el agradecimiento sincero por sus beneficios, en el Viernes Santo, experimentará amargura, desazón, tristeza, llanto, dolor, al ver los rostros endurecidos en el odio deicida de aquellos a quienes había elegido para ser los destinatarios primerísimos de su Amor divino.

Quienes se habían acordado de sus beneficios el Domingo de Ramos, el Viernes Santo parecen no solo no haberlos recibido nunca, sino haber recibido de Jesús daño, agresión, mal trato, ofensas, maldiciones. Es inexplicable, desde el punto de vista racional, este giro, este cambio del Pueblo Elegido, que un día lo aclama, y días después lo condena a muerte, movidos por un odio deicida.

Este cambio inexplicable del corazón del Pueblo Elegido, es lo que lo lleva a Jesús, a preguntar, con amargura y tristeza, desde la cruz: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme” (Sal 50, 7; Mi 6, 3). No puede Dios, desde la cruz, habiendo recibido en su cuerpo miles de golpes; estando todo Él cubierto de heridas, de machucones, de hematomas, de heridas de todo tipo; pendiendo su Sagrado Cuerpo en la cruz, cubierto de polvo, de sangre, que mana a borbotones de sus heridas, no puede, nuestro Dios, explicarse el porqué de este cambio irracional que se ha producido en el corazón de sus amados hijos.

¿Qué les ha hecho Él de malo, para que lo traten así? ¿En qué los ha ofendido? Los hizo salir de Egipto, abrió para ellos el Mar, y los hizo pasar por el lecho seco, mientras hundía en el fondo del mar a sus enemigos; en el desierto, les dio maná del cielo, agua de la roca, carne de codornices; los iluminó con su luz, los guió con su nube, les curó sus heridas con la serpiente de bronce, los condujo con amor hacia la Tierra Prometida, preparada para ellos, y así lo tratan.

No puede Dios, desde la cruz, explicarse esta irracionalidad, pero lo que no se puede explicar con la razón, sí se puede explicar con la fe: el cambio se debe a que en el corazón humano anida el pecado original, esa mancha oscura que, como una nube negra y densa, se interpone entre el Sol divino que es Dios, y el hombre, apartándolo de sus caminos, sustrayéndolo a su luz y a su acción benéfica. El pecado, injertado en el corazón humano como una mala hierba, entorpece la contemplación de Dios, dificultando el acceso a la Verdad por parte del hombre, provocando que el hombre “haga el mal que no quiere y evite el bien que quiere” (cfr. Rom 7, 14-25).

Pero el maltrato recibido por Jesús en la Pasión no se limita a los judíos que fueron sus contemporáneos: se extiende al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. Al igual que los judíos, que el Domingo lo recibieron con palmas y cánticos de alabanza, y días después, el Viernes Santo, no solo se olvidaron de todo el bien que Jesús les había hecho, sino que lo agredieron con ferocía hasta provocarle la muerte, así los católicos de hoy, en su inmensa mayoría, incluidos muchos sacerdotes, ultrajan horriblemente su Presencia Eucarística, con olvidos, indiferencias, negaciones, traiciones, cuando no la profanan directamente, comulgando la Eucaristía sin la debida preparación ni atención, distraídos, absortos en otras cosas, sin darse cuenta ni querer darse cuenta que el Dios de los cielos viene a su encuentro en la Hostia, dejando pasar la comunión sacramental como si de un poco de pan se tratase.

“Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme”. Desde la Eucaristía, Jesús nos pregunta, amargamente, qué nos ha hecho para que así lo tratemos.

Que nuestro corazón sea como el manto tendido a los pies de Jesús; que Jesús entre en nuestro corazón, como nuestro Rey, y que nuestro corazón sea como la Jerusalén, que lo recibe, el Domingo de Ramos, con alegría y cantos de júbilo; que nuestro corazón se postre en adoración ante Cristo Dios, que viene, no montado en una asna, sino que viene oculto en lo que parece ser un poco de pan, y que desde ahí nos irradie todo su amor, toda su luz, toda su misericordia.

Que en nuestro corazón resuenen, en el tiempo y en la eternidad, los hosannas, los aleluya, los cantos de alabanza, y la adoración, del Pueblo Elegido en el Domingo de Ramos, y que nunca, jamás de los jamases, se escuchen los insultos de la muchedumbre del Viernes Santo.

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