miércoles, 31 de diciembre de 2014

Octava de Navidad 7 2014 El padre adoptivo del Niño del Pesebre


         Cuando se contempla el Pesebre de Belén, parece una típica escena familiar palestina de hace veinte siglos: una madre, un hijo recién nacido, un padre. La particularidad es que el niño ha nacido en una gruta, en un refugio para animales, por lo que el grupo familiar, además de encontrarse en este particular lugar, está rodeado por los “propietarios” del lugar, los dos mansos y humildes animales, el buey y el asno. Sin embargo, la “típica escena familiar palestina de hace veinte siglos”, esconde, a la par que revela, secretos admirables, provenientes de la eternidad misma de Dios Trino; secretos que escapan a la mente humana y angélica, por ser tan altos, tan sublimes, tan fascinantes y tan majestuosos. La madre no es una madre más entre tantas: es Madre y Virgen, porque es la Virgen profetizada por Isaías[1], la señal dada por Dios en Persona: “he aquí el Señor os dará una señal: una Virgen concebirá y dará a luz un hijo (…) será llamado “Emmanuel”, “Dios con nosotros”; el Niño no es uno más entre tantos, sino Dios Hijo en Persona, como lo había anunciado el Ángel a la Virgen: “El poder del Altísimo te cubrirá (…) concebirás y darás a luz un hijo, que será llamado “Hijo del Altísimo”” y por eso el Niño es Niño Dios; por último, el padre de este niño, no es un padre más entre tantos: San José es el padre adoptivo del Niño Dios, elegido por el Eterno Padre debido a su santidad, a su pureza, a su castidad, para que eduque y cumpla la función de padre terreno de su Hijo Eterno encarnado. San José es padre adoptivo del Niño Dios, y es esposo meramente legal de la Virgen y Madre, porque en la concepción del Niño no intervino varón alguno, puesto que el Niño es Dios Hijo y fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, en el seno virgen de María Santísima. La escena familiar palestina de hace veinte siglos, revela un secreto sorprendente: es la Sagrada Familia de Nazareth, en donde todo es santo, porque todo está centrado en el Niño del Pesebre, Jesús, el Niño Dios.



[1] 7, 14.

martes, 30 de diciembre de 2014

Octava de Navidad 6 2014 Los Magos


         Los Reyes Magos vienen de lejos a adorar al Niño del Pesebre. No se trata de una visita de cortesía; no se trata de una “embajada cultural”, al estilo de las que suelen hacer los delegados de los países para con los representantes de otros países; no se trata de una visita por curiosidad: los Reyes Magos van a “adorar” al Niño del Pesebre de Belén, y lo van a adorar, porque saben, en sus corazones, que ese Niño no es un niño humano más, entre tantos, sino el Niño-Dios; saben, porque han sido iluminados por el Espíritu Santo, que ese Niño es Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo para, precisamente, encarnarse y ofrecer su Cuerpo como ofrenda Preciosísima, en rescate por la humanidad. Los Reyes Magos han sido avisados por medios sobrenaturales, acerca del Nacimiento y han sido guiados por la Estrella de Belén, quien los ha conducido al lugar exacto del Nacimiento; la Estrella de Belén no solo es una estrella material, física, real, que se desplaza en el cosmos, guiando a los Magos, sino que es también el símbolo de la gracia interna que, iluminando las mentes y los corazones de los Magos de Oriente, les concede el conocimiento sobrenatural acerca del Niño del Pesebre -conocimiento que les hace saber que el Niño es Dios Hijo encarnado-, y enciende sus corazones en el ardor del Amor celestial a ese Dios hecho Niño que, por amor y solo por amor, ha venido a este mundo para rescatar al hombre, que vive “en tinieblas y en sombras de muerte”. Los Reyes Magos, que son príncipes y nobles y por esto son Reyes, y son sabios y letrados, y por esto son Magos, son ennoblecidos e ilustrados de modo sobrenatural por la gracia santificante, que al iluminar sus mentes y sus corazones, les hace partícipes del conocimiento y del amor sobrenatural que el mismo Dios experimenta por sí mismo, y este es el motivo por el que los Magos aman y adoran al Niño como a su Dios, y no como a un mero niño más. Y por esto mismo es que, al visitar al Niño, le llevan sus dones, con los cuales reconocen su reyecía –oro-, su mesianidad –mirra- y su divinidad –incienso-.

         Al igual que los Reyes Magos, también nosotros, iluminados por la fe de la Iglesia y guiados en nuestros corazones por la luz de la gracia santificante, adoremos al Niño Dios, el Niño del Pesebre de Belén, que está Presente, glorioso y resucitado en la Eucaristía, en donde prolonga su Encarnación y puesto que no tenemos oro, mirra ni incienso, le ofrezcamos, postrándonos a sus pies, nuestros pobres dones: el oro de nuestras buenas obras, la mirra de nuestro amor y el incienso de nuestra adoración.

Octava de Navidad 5 2014 La Madre del Niño del Pesebre



         La Madre del Niño del Pesebre no es una madre más entre tantas: es la Madre de Dios, porque su Niño es Dios Hijo encarnado; en su concepción virginal, no hubo intervención alguna de varón, sino que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. La Madre del Niño del Pesebre es, por eso mismo, al mismo tiempo, Virgen y Madre, porque sin perder su virginidad, concibió y dio a luz, milagrosamente, al Niño Dios, Dios Hijo encarnado. La Madre es Aquella Mujer del Génesis, Enemiga de la Serpiente Antigua, cuya descendencia habría de aplastarle su orgullosa cabeza; la Madre del Niño del Pesebre es la Mujer de los Dolores que, al pie de la cruz, a la par que consuela a Dios Hijo, que agoniza y muere en medio de los terribles dolores de la crucifixión, para salvar a los hombres, al mismo tiempo, se convierte, por mandato divino, en Madre adoptiva y espiritual de toda la humanidad, adoptando en el Apóstol Juan a todos los hombres, por pedido postrero del Corazón de Jesús, que quiere ver salvados a todos los hombres descarriados, y para eso les da a su Madre como a Madre adoptiva; la Madre del Niño de Belén es la Mujer revestida de sol del Apocalipsis, y está revestida de sol porque está inhabitada por el Sol de justicia, Jesucristo, que por ser Dios, es la Gracia Increada y la Gloria divina en Persona, y por eso es Luz y por inhabitarla con su luz, se irradia desde la Virgen, y así la Virgen, emitiendo la Luz eterna, Jesucristo, es la señal que aparece en los cielos, dada por la Trinidad, de que Dios ha venido carne para salvar al mundo por el sacrificio de la cruz; finalmente, la Madre del Niño del Pesebre es la Madre de la Iglesia que, así como estuvo al lado de la cuna en el Pesebre de Belén y así como estuvo al pie de la cruz en el Calvario, así está, de pie, en el altar, en la Santa Misa, en la renovación sacramental del santo sacrificio de la cruz, para dar, a sus hijos adoptivos, el alimento del alma, la Eucaristía, el Pan de Vida eterna, su Hijo Jesús, el Niño de Belén.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Octava de Navidad 4 2014 El Niño de Belén


         El Niño de Belén. Los ángeles les habían dicho a los pastores que la señal de que les había nacido un Salvador, sería que encontrarían a un Niño recostado en un pesebre: “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11-12). La señal de que ha llegado a los hombres un Salvador, es un Niño recién nacido, recostado en un pesebre. Sin este anuncio angélico y sin mediar el conocimiento de la fe, quien observa la escena del Pesebre de Belén, ve solamente a un niño, uno más entre otros, rodeado por su madre y su padre.
Sin embargo, ese Niño no es un niño más entre tantos: es Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Palabra consubstancial del Padre, la Luz eterna que procede eternamente del seno eterno del Padre, que es el origen y la Fuente Increada de la luz, por eso es que en el Credo, la Iglesia proclama su fe de esta manera: “Dios de Dios, Luz de Luz”; el Niño recostado en el Pesebre es Dios en Persona, Dios Hijo en Persona, no un niño más entre tantos, porque es el cumplimiento de las profecías mesiánicas: “Una Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros” (Is 7, 14).
Y cuando el Ángel Gabriel le anuncia a María la Encarnación, el evangelista dice explícitamente que se trata de la realización de esta promesa: “Todo sucedió para que se cumpliera la profecía: una virgen concebirá y dará a luz un hijo, que será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”. Este Niño es el cumplimiento de la promesa dada por el mismo Dios en Persona, al inicio de los tiempos, inmediatamente después de la caída de Adán y Eva: es “la descendencia de la Mujer –la Virgen- que le “aplastará la cabeza” a la Serpiente Antigua, el Gran Orgulloso y Soberbio: Y pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el calcañar” (Gn 3, 15).
Ese Niño que extiende sus bracitos para abrazar a quien se le acerque, en busca de ternura y amor, como hace todo niño recién nacido, es Dios Hijo en Persona, es quien extenderá luego sus brazos en la cruz, para abrazar a toda la humanidad y conducirla al seno del eterno Padre. Ese Niño, que nace en Belén, “Casa de Pan”, es quien donará luego, en la cruz primero y en la Santa Misa después, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como Pan de Vida eterna, como Pan Vivo bajado del cielo, como Eucaristía. Ese Niño, a quien van a adorar los pastores y los Magos, es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que en la Eucaristía se dona como el Verdadero Maná bajado del cielo.

La contemplación del Niño de Belén no puede nunca quedar en un mero recuerdo de un hecho pasado, porque ese Niño de Belén, llamado “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, por los profetas, por los ángeles y los santos, es también en la Eucaristía el “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, un Dios que, así como en el Pesebre extendía sus bracitos de niños como signo de su deseo de abrazarnos y darnos su Amor, en la Eucaristía nos entrega realmente todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.

viernes, 26 de diciembre de 2014

La Sagrada Familia de Jesús, María y José


         El Nacimiento del Niño Dios convierte, al matrimonio meramente legal de María y José, en familia, la “Sagrada Familia de Nazareth”. La Iglesia propone, para su contemplación e imitación, a esta Sagrada Familia, y la propone como modelo para toda familia cristiana. ¿Cuál es la razón por la que esta Sagrada Familia es modelo? Porque en esta familia, todo es santo y todo es santo, porque todo gira en torno a Jesucristo, todo está centrado en Jesucristo y al estar todo centrado en Jesucristo, todo es santo, porque es Él quien todo lo santifica: la madre de esta familia es santa, porque la Virgen ha sido concebida en gracia e inmaculada, en virtud de los méritos de la Pasión de su Hijo y por es Virgen Santísima, y es Madre al mismo tiempo, pero como es Madre de Dios –en la concepción del Niño Dios no hubo intervención de varón, pues Jesús es el Hijo de Dios, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de María, Madre y Virgen-, es Madre Santísima, porque la Madre de Dios no puede tener ni la más mínima impureza de la malicia del pecado; San José, el Padre adoptivo del Niño y esposo meramente legal de la Virgen, es el varón casto, puro y santo, porque él también está inhabitado por el Espíritu Santo, para cumplir esta doble función que le ha sido encargada por la Trinidad: la de ser esposo meramente legal de la Virgen y la de ser el padre humano y adoptivo del Hijo Eterno del Padre; San José es el padre humano que habrá de cuidar y enseñar a su Hijo, que es Dios, como hace todo padre humano con sus hijos, y así reemplaza a Dios en su función de padre en la tierra; por último, el Hijo de esta familia, Jesús, también es santo, es Dios Hijo, tres veces santo y fuente de toda santidad.
         Entonces, todo en esta familia está centrado en Jesucristo, que es Dios Hijo encarnado; todo tiende a Él y de Él brota toda paz, toda gracia, toda alegría y todo amor, por eso la Sagrada Familia es modelo de amor a Jesucristo para toda familia cristiana y así es el modelo de cómo deben ser los padres y los hijos cristianos. Si los padres quieren aprender cómo tratar a sus hijos según la Ley del Amor de Dios, solo tienen que contemplar a la Sagrada Familia; si los hijos quieren aprender cómo amar a los padres en la Ley del Amor de Dios, todo lo que tienen que hacer, es contemplar al Hijo de esta familia, Jesús, para imitarlo.
En esta familia, todo lo que es humano está santificado por la gracia, y lo divino, lo que viene del cielo, que es el Hijo de esta familia, Jesús, está unido indisolublemente a lo humano y santifica todo lo humano, de manera tal que las pequeñas cosas de todos los días y las relaciones y el trato entre los integrantes de esta Familia Santa, están permeadas y respiran santidad y amor de Dios. Así, la Sagrada Familia es modelo para todas las familias que quieran vivir en la paz, en la alegría, en el amor y en la santidad de Dios.
         Todos y cada uno de los integrantes de esta Sagrada Familia, son modelos insuperables de santidad: la madre de esta familia, la Virgen, es Madre de Dios, y es modelo de maternidad para toda madre, porque la Virgen amó y acompañó a su hijo desde la Encarnación, hasta su muerte en cruz, así como fue también la primera en contemplar a su Hijo resucitado.
         San José es modelo de esposo casto y de padre de familia: de esposo casto, porque su matrimonio con la Virgen fue meramente legal, y de padre de familia, porque hasta su muerte, que ocurrió antes que Jesús saliera a predicar, fue esposo y padre ejemplar, cuidando de la Sagrada Familia con toda dedicación y con todo el amor de su casto y santo corazón. José es así modelo para todo padre cristiano, pero es también modelo para todo cristiano en su relación con Jesús, en su trato cotidiano con el Verbo de Dios encarnado, en un doble aspecto: la cotidianeidad en el trato con Jesús y la contemplación del misterio de saber que ese Jesús al que trata todos los días como a su hijo, como hace cualquier padre con su hijo, es Dios encarnado, que se hace hombre sin dejar de ser Dios.
José es modelo entonces para todo cristiano en su relación con Jesús, porque si bien José educa y cuida a su Hijo con el amor de padre, no puede, al mismo tiempo, dejar de considerar y de asombrarse por el misterio insondable que significa que ese Niño, ese Joven, al que él educa como a su Hijo, es Dios Hijo y se ha encarnado y vive en el tiempo y en el espacio; es decir, José, aún viviendo la rutina de todos los días en el trato con su Hijo, no deja de contemplar el misterio sagrado que se encierra en este Niño, en este Joven, que es su Hijo, pero que es a la vez su Creador, su Dios y su Padre. Así, José es modelo para la relación del cristiano con la Eucaristía: la cotidianeidad no debe ocultar ni opacar el misterio insondable que significa que la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, glorioso y resucitado, que se dona con todo su Ser trinitario y con todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Al igual que San José, el cristiano no puede nunca “acostumbrarse” rutinariamente a su trato y no puede, tampoco, dejar de asombrarse y maravillarse por el Don Eucarístico, que es el “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, bajo las apariencias de pan.
         A su vez, Jesús, el Niño Dios, es modelo y ejemplo insuperable para todo niño y para todo joven en la relación para con sus padres, relación que debe estar basada en el amor filial y que se encuentra establecida en el Cuarto Mandamiento: “Honrarás padre y madre”, porque la honra se basa en el amor. El amor de Jesús hacia sus padres terrenos, la Virgen y San José, se demuestra y se vive en las relaciones de todos los días: en el trato cariñoso  y en la obediencia filial basada en al amor –por ejemplo a la Virgen la acompañaba al mercado, a comprar los alimentos con los cuales habrían de preparar la comida de todos los días, y esto lo hacía con amor-, en la colaboración alegre y esforzada en las tareas hogareñas -y también en el trabajo, puesto que ayudaba a San José en el taller de carpintería, y esto, desde muy pequeño-, en el don del cariño, de la sonrisa, de la amabilidad y de la ternura hacia sus padres.
Además, Jesús, el hijo de esta familia, es modelo ideal de hijo, porque no solo nunca ni siquiera tuvo ni el más pequeñísimo gesto de impaciencia para con sus padres, sino que, llevado por el amor a ellos, ofrendó su vida en la cruz por sus padres, por la Virgen y por San José, su padre adoptivo. Por ese motivo, es modelo ideal de hijo para todo hijo que desee amar a sus padres con el Amor mismo de Jesús.
La Sagrada Familia ofrece a su Hijo, para el sacrificio de la cruz y como Pan de Vida eterna, y así es ejemplo para toda familia cristiana que, por un deber de justicia, debe consagrar sus hijos a Dios, para que cumplan la Voluntad de Dios en sus vidas –sea en el matrimonio, sea en la vida consagrada-, así como lo hizo la Sagrada Familia de Nazareth, que consagrando su Hijo a Dios, al nacer, en la ceremonia de la Presentación del Niño, donó a su Hijo, primero en la cruz y luego  y luego en la Santa Misa, para la salvación del mundo.
Así como en la Familia Santa de Nazareth todo es santo, así también en la familia católica, todos sus integrantes deben ser santos, y esta santidad inicia con la gracia santificante que se otorga en los sacramentos –en este caso, el Bautismo, el Sacramento de la Penitencia y la Eucaristía- y esta santidad, la obtiene la familia católica viviendo en gracia santificante, recurriendo al sacramento de la confesión y obrando la misericordia según sus posibilidades como núcleo familiar.
La Iglesia propone entones la contemplación de la Sagrada Familia de Nazareth, para su imitación y ejemplo para que la familia cristiana no solo no tenga como meta objetivos mundanos, propios de quienes no conocen a Jesucristo, sino para que alcance la meta final, para la cual Dios la ha puesto en esta vida: entrar en comunión de vida y amor con la Familia Divina, las Tres Personas de la Santísima Trinidad, en los cielos.

Octava de Navidad 3 2014 Los pastores


         Los primeros destinatarios del mensaje más trascendente de la historia de la humanidad son, paradójicamente, unos pastores, es decir, hombres iletrados, incultos, que apenas si sabían las reglas mínimas de la lecto-escritura de su época. ¿Por qué los ángeles eligen a los pastores, a quienes ubicaríamos, en nuestros días, casi en la escala de la indigencia? Obviamente, estaba dentro de los planes de Dios, pues los ángeles de Dios no toman decisiones autónomas, independientes de la Voluntad Divina. Sin embargo, la pregunta queda todavía sin responder: ¿por qué los ángeles eligieron a los pastores y no a hombres más cultos, más intelectuales, más capaces incluso desde el punto de vista humano? Porque Dios no mira ni juzga exterior y superficialmente, como hacemos los hombres, y sí en cambio, juzga, porque ve como a plena luz del día, puesto que es su Creador, al corazón del hombre; entonces, los ángeles eligen a los pastores, para comunicarles la noticia más trascendente de la humanidad, debido a que, a pesar de su escasa o nula cultura, humanamente hablando, sus corazones son nobles, sinceros, transparentes, y están abiertos a la Verdad y a la Gracia Increada que provienen del cielo. Precisamente, es la docilidad a la gracia, lo que los prepara y los habilita para escuchar y aceptar, con fe y con amor, el mensaje angélico, sin anteponer el orgullo de sus propios razonamientos. Esto es lo que explica que, cuando los ángeles les comunican el mensaje del Nacimiento, ninguno interpone sus propios razonamientos, ni cuestiona lo que le ha sido comunicado de parte de la Divina Sabiduría y del Divino Amor: todos, sin excepción, escuchan el mensaje y lo aceptan con fe y con amor, para luego encaminarse a adorar a su Dios y Señor que ha nacido de una Madre Virgen y se ha aparecido como un Niño recién nacido. Sin embargo, no es la ausencia o presencia de “ciencia humana” lo que determina la elección de los pastores, sino la ausencia de soberbia, la presencia de humildad y la docilidad a la gracia. Esto quiere decir que un gran científico, de inteligencia brillante, si es humilde y dócil a la gracia podría, con toda tranquilidad, recibir el mensaje angélico; lo que imposibilita la recepción del mensaje es la soberbia del espíritu.
         Esta docilidad inicial a la gracia, aumenta aún más la gracia en el alma, de modo que, a medida que los pastores se acercan al Pesebre, sus rudos intelectos y al mismo tiempo, sus nobles y puros corazones, ven acrecentar tanto el conocimiento como el amor sobrenatural a ese Niño que yace en un pesebre, al punto que, cuando se acercan, los pastores no caben en sí del gozo, de la admiración y del estupor, que les provoca la contemplación de un Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, y se postran en adoración ante el Niño Dios.

         Docilidad a la gracia, humildad de corazón, inteligencia ruda pero abierta a la Verdad: son todas virtudes necesarias para poder contemplar el misterio del Niño Dios, y amarlo y adorarlo, tal como lo hicieron los pastores. Ahora bien, estas virtudes no las enseñan los maestros humanos, sino el Divino Maestro, el Espíritu Santo.

Octava de Navidad 2 2014 – Qué simbolizan el Pesebre de Belén y los animales, el buey y el asno


         El Pesebre de Belén y los animales. El Niño Dios nace en un pobre portal de Belén. El Dios de majestad  infinita, Creador de cielos y tierra, Creador del Universo visible e invisible, el Dueño de las almas, nace en una gruta excavada en la roca, una gruta oscura, fría, carente de toda belleza y atractivo, tal vez una formación natural, apenas modificada por el hombre para que sirva de refugio a los animales, un buey y un asno. Una gruta carente de todo atractivo y belleza, refugio de animales, oscura y fría, la cual, sin embargo, se convierte en un precioso refugio ante la inminencia del parto, por un lado, y ante el imprevisto rechazo que María y José, con el Niño a punto de nacer, reciben de las ricas posadas de Belén. Como dice el Evangelio, en estas posadas, iluminadas, ubicadas en el centro del pueblo, bien amobladas, calientes, con servicio de comida, es decir, ricas y bien preparadas, “no tienen lugar para ellos”. En estas posadas, ricas y bien preparadas con toda clase de comodidades, “no tienen lugar” para María, José, y el Niño que viene en camino. En estas posadas, colmadas de gentes despreocupadas, que comen y beben sin pensar en el mañana, que bailan al compás de la música y ríen a carcajadas, no hay lugar para la Virgen, que trae al Niño Dios. Si bien se trata de "posadas ricas", en contraposición al "Pesebre pobre", no se hace aquí ninguna dialéctica "rico malo"-"pobre bueno", porque las posadas no representan necesariamente a personas que posean riqueza material, porque se puede ser pobre, pero tener un corazón avaro, egoísta y también soberbio, que rechace a Dios.
         El Pesebre de Belén, antes del Nacimiento, representa el corazón humano del que se reconoce pecador y que necesita a Dios; las posadas ricas de Belén representan al corazón de quienes, apegados a sí mismos, han entronizado su “yo” y han desplazado a Dios, y por eso consideran que no lo necesitan y por eso no hay lugar para María y José, que traen al Niño. Pero mientras el Portal de Belén, con todas sus limitaciones y carencias de todo, recibe a la Virgen, que lo limpia, y a San José, que enciende una fogata, para que nazca el Niño Dios –y con esto representa el corazón del pecador que, con el corazón contrito y humillado, allana el camino interior, al abatir la soberbia, permitiendo la acción de la gracia, Mediada por la Virgen-, y es así como encuentra su felicidad en recibir a María, a José y al Niño, porque cuando el Niño nace, ilumina su oscuridad con el esplendor de su gloria, en la Epifanía y le concede la Alegría y el Amor que brotan de su Presencia, y así el corazón del pecador que reconoce su pecado y se humilla ante Dios, ve colmada su alegría, porque no solo le es perdonado el pecado, sino que ve colmado su corazón con la Presencia del Niño Dios, fuente de la Verdadera y Única Alegría; las posadas ricas de Belén, con su “yo” entronizado, no necesitan de Dios Niño, y por lo tanto, se vuelcan en festividades mundanas, llenas de música estridente, de comilonas, de bailes indecentes, de palabrerío vano y pecaminoso, de risotadas y carcajadas que brotan de las brumas del alcohol, intentando vanamente buscar alegría y felicidad en donde jamás habrá de encontrarla, y así estas posadas representan al corazón humano que, habiendo rechazado a Dios y a su Amor y a su alegría y a su paz, buscan desesperadamente ser felices en las cosas del mundo, sin lograrlo jamás.
         Los animales, el buey y el asno, a su vez -mencionados en Isaías 1, 3: "el buey conoce a su amo y el asno el pesebre de su dueño-, al ser bestias irracionales, representan a las pasiones que escapan al control de la razón, como consecuencia del pecado original. El hecho de ser animales, hace que su corporeidad animal produzca los deshechos fisiológicos propios: simbolizan las diversas idolatrías que contaminan al corazón del hombre cuando no lo asiste la gracia de Dios. Sin embargo, la presencia de la Virgen y de San José hace que las cosas cambien, porque mientras la Virgen, antes del parto, limpia el Portal, para que sea un lugar digno para el Nacimiento de Nuestro Señor, San José, a su vez, va a procurarse leña, para atenuar el frío de la noche. La acción de la Virgen representa y anticipa la acción de la gracia santificante, recibida en el Sacramento de la Penitencia, que limpia al alma de todo pecado y la embellece con la gracia; San José, a su vez, representa los esfuerzos del alma que, por acción de la gracia y en preparación para recibir a Jesucristo en la Eucaristía, procura vivir la pureza y la castidad. Por la presencia de la Virgen, el Portal de Belén queda limpio, con lo cual el Portal de Belén, se convierte en un lugar digno para el Nacimiento del Niño Dios: es la acción de la gracia santificante, que no solo purifica al alma al quitarle los pecados, sino que la santifica al hacerla partícipe de la Vida divina de Dios Uno y Trino. Y cuando el Niño nace, el buey y el asno, animales mansos, se acercan a la cuna del Niño, colaborando de esta manera, con el calor de sus cuerpos de seres irracionales y con su aliento, a atenuar el frío y a hacer más agradable la temperatura, para el Niño Dios que ha nacido: representan a las pasiones que, antes del Nacimiento, escapaban al controlo de la razón; después de la acción de la gracia y de la Presencia de Jesús en el alma, la gracia divina concede a la razón la capacidad de control sobre estas, que antes no tenía, y así los animales, el buey y el asno, alrededor del Niño, representan a las pasiones bajo el control de la razón en gracia, es decir, representan al hombre apaciguado en su interior por la armonía de la vida trinitaria en él.
         La escena final, luego del Nacimiento, con la Virgen y San José adorando al Niño, con el Niño Dios en el centro, resplandeciendo de gloria divina, la gloria que le pertenece desde la eternidad por ser el Hijo de Dios; los animales, el buey y el asno, aportando el calor de sus cuerpos animales y su aliento, para mitigar el frío de la noche; el Portal mismo, limpio por la acción de la Virgen, y resplandeciente de luz por la Presencia del Niño Dios, son un anticipo y una representación del corazón del hombre en gracia, que por la gracia se ha convertido en un Portal de Belén viviente: en este corazón, reina Jesucristo y Él y solo Él es adorado, alabado y bendecido, noche y día; la Virgen también está en este corazón renovado por la gracia, porque es Ella quien lo hace partícipe de su amor y de su adoración a su hijo; San José representa la vida nueva de la gracia, casta y pura, de este corazón así renovado por la gracia; por último, los animales, el buey y el asno, representan a la razón que, bajo el impulso de la gracia, domina a sus pasiones.

         Contemplar el Pesebre de Belén es, por lo tanto, en cierta medida, contemplar el ideal de lo que debe ser nuestra vida nueva en Cristo Jesús, la vida sobrenatural de los hijos de Dios.

jueves, 25 de diciembre de 2014

Octava de Navidad 1 2014 - Cómo fue el Nacimiento de Nuestro Señor


         Cómo fue el Nacimiento: el Nacimiento del Niño Dios no fue un nacimiento “natural”, tal como nacen todos los bebés de la tierra, y no podía serlo, porque era Dios hecho Niño y así como su concepción fue virginal -puesto que no hubo intervención alguna de varón, ya que el matrimonio con San José era meramente legal y la relación entre ellos era como de hermanos-, así también, de la misma manera, su Nacimiento fue milagroso. Los Padres de la Iglesia sostienen que la Virgen, estando de rodillas, orando en estado místico, brotó de la parte superior de su abdomen una luz, la Luz Eterna, Jesucristo, quien fue recibido por un ángel, el cual se lo dio luego a la Virgen. También dicen los Padres que su Nacimiento fue como el rayo de sol que atraviesa un cristal: así como lo deja intacto antes, durante y después de atravesarlo, el Sol de Luz Eterna, Jesucristo, emergiendo del abdomen superior de su Madre, dejó intacta su virginidad, consumando el doble admirable milagro de María: ser Virgen y Madre de Dios al mismo tiempo. 
         Así, podemos comparar a la Virgen con el diamante: el diamante, roca cristalina, a diferencia de las otras rocas, que son opacas porque rechazan la luz, ya que no tienen capacidad de atraparla, el diamante, por el contrario, tiene la propiedad de atrapar en su interior a la luz y de retenerla, para luego recién emitirla. Este hecho, el de atrapar la luz en su interior y el ser transparente, es lo que concede al diamante su brillantez y es lo que despierta su admiración, por la belleza de la luz que encierra dentro de sí. La Virgen, por su pureza inmaculada y por estar inhabitada por el Espíritu Santo, atrapó en su interior –en su mente, por su Inteligencia Inmaculada; en su Corazón Inmaculado, por el Amor que la inhabitaba, y en su Cuerpo Inmaculado, su útero materno-, a la Luz Eterna, Jesucristo, que en cuanto Dios, es luminoso, porque la gloria del Ser trinitario es luminosa, y atrapándola durante nueve meses en su interior –por eso la Virgen es la “Mujer revestida de sol” (Ap 12, 1), porque posee en su seno virginal al Sol de justicia, Jesucristo-, la emitió al final de esos nueve meses, esparciendo sobre el mundo la Luz Eterna, su Hijo Jesús. Y tal como sucede con el diamante natural, que queda intacto antes, durante y después de atrapar y emitir la luz, así también la Virgen permaneció, permanece y permanecerá Virgen, por los siglos sin fin, luego de haber emitido milagrosamente, sobre el mundo, a la Luz que había atrapado durante nueve meses y a la que había revestido de Niño, para que esa Luz derrotara para siempre a las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y del Infierno.
         Así nos dicen los Padres de la Iglesia, y así lo interpretamos nosotros al Nacimiento, tomando al diamante como elemento de la naturaleza del cual conocemos su comportamiento con respecto a la luz, para luego hacer una aplicación por analogía a la Virgen, llamándola: “Diamante celestial”.
         Pero, ¿cómo dicen los místicos que fue el Nacimiento del Niño Dios?
Narra así su nacimiento Sor María de Jesús Ágreda[1]: “Nace Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén de Judea. El palacio que tenía prevenido el supremo Rey de los reyes y Señor de los señores para hospedar en el mundo a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más pobre y humilde choza o cueva, a donde María Santísima y San José se retiraron despedidos de los hospicios y piedad natural de los mismos hombres.  Era este lugar tan despreciado, que con estar la ciudad de Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en que habitar, con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni bajar a él, porque era cierto no les competía ni les venía bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les reservó para ellos la sabiduría del eterno Padre, consagrándole con los adornos de desnudez, soledad y pobreza por el primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia (Mt 5, 48), que para los rectos de corazón había de nacer de la candidísima aurora María, en medio de las tinieblas de la noche, —símbolo de las del pecado— que ocupaban todo el mundo.
469. Entraron María santísima y San José en este prevenido hospicio, y con el resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban pudieron fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban, con gran consuelo y lágrimas de alegría. Luego los dos santos peregrinos hincados de rodillas alabaron al Señor y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban era dispuesto por los ocultos juicios de la eterna Sabiduría. De este gran sacramento estuvo más capaz la divina princesa María, porque en santificando con sus plantas aquella felicísima cuevecica, sintió una plenitud de júbilo interior que la elevó y vivificó toda, y pidió al Señor pagase con liberal mano a todos los vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la habían ocasionado tanto bien como en aquella humildísima choza la esperaba. Era toda de unos peñascos naturales y toscos, sin género de curiosidad ni artificio y tal que los hombres la juzgaron por conveniente para solo albergue de animales, pero el eterno Padre la tenía destinada para abrigo y habitación de su mismo Hijo.
471. El santo esposo José, atento a la majestad de su divina esposa, que ella parece olvidaba en presencia de la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel oficio que entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y rincones de la cueva, aunque no por eso dejó de hacerlo juntamente con él la humilde Señora. Y porque estando los Santos Ángeles en forma humana visible parece que, a nuestro entender, se hallaran corridos a vista de tan devota porfía y de la humildad de su Reina; luego con emulación santa ayudaron a este ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo espacio limpiaron y despejaron toda aquella caverna, dejándola aliñada y llena de fragancia. San José encendió fuego con el aderezo que para ello traía, y porque el frío era grande, se llegaron a él para recibir algún alivio, y del pobre sustento que llevaban comieron o cenaron con incomparable alegría de sus almas; aunque la Reina del cielo y tierra con la vecina hora de su divino parto estaba tan absorta y abstraída en el misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia de su esposo.
472. Dieron gracias al Señor, como acostumbraban, después de haber comido; y deteniéndose un breve espacio en esto y en conferir los misterios del Verbo humanado, la prudentísima Virgen reconocía se le llegaba el parto felicísimo. Rogó a su esposo San José se recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya la noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su esposa y la pidió que también ella hiciese lo mismo, y para esto aliñó y previno con las ropas que traían un pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva para servicio de los animales que en ella recogían. Y dejando a María santísima acomodada en este tálamo, se retiró el santo José a un rincón del portal, donde se puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza suavísima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxtasis altísimo, do se le mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le llamó la divina esposa. Y este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en el paraíso (Gn 2, 21).
473. En el lugar que estaba la Reina de las criaturas fue al mismo tiempo, movida de un fuerte llamamiento del Altísimo con eficaz y dulce transformación que la levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del poder divino, porque fue este éxtasis de los más raros y admirables de su vida santísima. Luego fue levantándose más con nuevos lumines y cualidades que la dio el Altísimo, de los que en otras ocasiones he declarado, para llegar a la visión clara de la divinidad. Con estas disposiciones se le corrió la cortina y vio intuitivamente al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que todo entendimiento angélico y humano ni lo puede explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en ella la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad santísima de su Hijo, que en otras visiones se le había dado, y de nuevo se le manifestaron otros secretos encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho. Y yo no tengo bastantes, capaces y adecuados términos ni palabras para manifestar lo que de estos sacramentos he conocido con la luz divina; que su abundancia y fecundidad me hace pobre de razones.
475. Estuvo María santísima en este rapto y visión beatífica más de una hora inmediata a su divino parto; y al mismo tiempo que salía de ella y volvía en sus sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se movía en su virginal vientre, soltándose y despidiéndose de aquel natural lugar donde había estado nueve meses, y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este movimiento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre dolor y pena, como sucede a las demás hijas de Adán y Eva en sus partos, pero antes la renovó toda en júbilo y alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo virgíneo efectos tan divinos y levantados, que sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado. Quedó en el cuerpo tan espiritualizada, tan hermosa y refulgente, que no parecía criatura humana y terrena: el rostro despedía rayos de luz como un sol entre color encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con admirable majestad y el afecto inflamado y fervoroso. Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho, el espíritu elevado en la divinidad y toda ella deificada. Y con esta disposición, en el término de aquel divino rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito del Padre y suyo (Lc 2, 7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y hombre verdadero, a la hora de media noche, día de domingo, y el año de la creación del mundo, que la Iglesia romana enseña, de cinco mil ciento noventa y nueve; que esta cuenta se me ha declarado es la cierta y verdadera.
476. 477. En el término de la visión beatífica y rapto de la Madre siempre Virgen, que dejo declarado (Cf. supra n. 473), nació de ella el Sol de Justicia, Hijo del eterno Padre y suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro, dejándola en su virginal entereza y pureza más divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el virginal claustro, como los rayos del sol, que sin herir la vidriera cristalina, la penetra y deja más hermosa y refulgente. Y antes de explicar el modo milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño Dios solo y puro, sin aquella túnica que llaman secundina en la que nacen comúnmente enredados los otros niños y están envueltos en ella en los vientres de sus madres.
478. Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón de madre verdadera que fuese virgen en concebir y parir por obra del Espíritu Santo, quedando siempre virgen. Y aunque sin culpa suya pudiera perder este privilegio la naturaleza, pero faltárale a la divina Madre tan rara y singular excelencia; y porque no estuviese y careciese de ella, se la concedió el poder de su Hijo santísimo. También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o piel que los demás, pero esto no era necesario para nacer como hijo de su legítima Madre, y por esto no la sacó consigo del vientre virginal y materno, como tampoco pagó a la naturaleza este parto otras pensiones y tributos de menos pureza que contribuyen los demás por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de Adán, antes era como consiguiente al milagroso modo de nacer, que fuese privilegiado y libre de todo lo que pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza; y aquella túnica secundina no se había de corromper fuera del virginal vientre, por haber estado tan contigua o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la sangre y sustancia materna; ni tampoco era conveniente guardarla y conservarla, ni que la tocasen a ella las condiciones y privilegios que se le comunican al divino cuerpo, para salir penetrando el de su Madre santísima, como diré luego. Y el milagro con que se había de disponer de esta piel sagrada, si saliera del vientre, se pudo obrar mejor quedándose en él, sin salir fuera.
479. Nació, pues, el niño Dios del tálamo virginal solo y sin otra cosa material o corporal que le acompañase, pero salió glorioso y transfigurado; porque la divinidad y sabiduría infinita dispuso y ordenó que la gloria del alma santísima redundase y se comunicase al cuerpo del Niño Dios al tiempo del nacer, participando los dotes de gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17, 2) en presencia de los tres Apóstoles. Y no fue necesaria esta maravilla para penetrar el claustro virginal y dejarle ileso en su virginal integridad, porque sin estos dotes pudiera Dios hacer otros milagros: que naciera el niño dejando virgen a la Madre, como lo dicen los doctores santos (S. Tomás, Summa, III, q. 28 a. 2 ad 2) que no conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la voluntad divina fue que la beatísima Madre viese a su Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el cuerpo para dos fines: el uno, que con la vista de aquel objeto divino la prudentísima Madre concibiese la reverencia altísima con que había de tratar a su Hijo, Dios y hombre verdadero; y aunque antes había sido informada de esto, con todo eso ordenó el Señor que por este medio como experimental se la infundiese nueva gracia, correspondiente a la experiencia que tomaba de la divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y grandeza; el segundo fin de esta maravilla fue como premio de la fidelidad y santidad de la divina Madre, para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo terreno se habían cerrado por el amor de su Hijo santísimo, le viesen luego en naciendo con tanta gloria y recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza”.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Solemnidad de la Natividad del Señor


         Navidad es la fiesta litúrgica en la que la Iglesia, la Esposa del Cordero, se deleita mística y sobrenaturalmente en la contemplación del “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”. En Navidad, la Iglesia contempla, extasiada y absorta en su alegría y asombro, el cumplimiento de las profecías mesiánicas del “Dios con nosotros” porque, iluminada por el Espíritu Santo, la Iglesia ve, en el Niño de Belén, no  a un niño más, ni a un niño santo, sino a Dios Hijo, la Palabra consubstancial del Padre que se ha encarnado, se ha hecho “carne” -entendida esta palabra como sinónimo de “naturaleza humana” compuesta por alma y cuerpo- y ha asumido en su Persona, en su hipóstasis personal de Hijo de Dios, a esta naturaleza humana -permaneciendo ambas naturalezas sin confusión- y naciendo milagrosamente de la Madre Virgen, apareciendo ante los hombres como un Niño que, siendo Dios al mismo tiempo, es Niño y Dios, es el Niño Dios. De manera que para la Iglesia, Navidad es la contemplación extasiada, en el Amor del Espíritu Santo, del cumplimiento de las profecías mesiánicas, según las cuales, Dios, en su “misericordiosa ternura”, habría de enviar al mundo un Mesías, el cual nacería de una Virgen Madre, pero ese Mesías no sería un hombre más entre tantos, sino Dios en Persona, y por eso el Nombre de este Niño sería: “el Emmanuel”, “Dios con nosotros” (cfr. Is 7, 14).
         En Navidad, la Iglesia contempla, extasiada y radiante de alegría, el misterio de un Dios que, para venir a este mundo, ha elegido venir, no en las teofanías que muestran su gloria deslumbrante, sino que ha elegido venir como un Niño recién nacido. La Iglesia, para Navidad, no cabe en sí del asombro y de la alegría que le produce el contemplar al Niño de Belén, el Niño del Pesebre, porque ese Niño es Dios, lo cual significa que Dios ha querido tomar un cuerpo humano, desde sus primeros estadios, para abrazar al hombre y darle su Amor, porque es tanto el Amor que Dios experimenta por el hombre, que no le basta el estar rodeado de “miríadas de ángeles que noche y día se postran ante su Presencia, amándolo y adorándolo” (cfr. Ap 24, 10), sino que ha querido venir a nuestro mundo para mendigar nuestro amor, nuestro mísero amor, y para eso se ha revestido de un Cuerpecito de un Niño indefenso, que necesita de todo, y con ese cuerpecito ha adquirido dos bracitos y dos manitos, para abrazar a todo al que se acerque al Pesebre de Belén, para estrecharlo contra su Corazón de Niño, el Corazón del Niño Dios, y así darle todo su Amor Divino.
         La Iglesia contempla extasiada cómo Dios, para mendigar el amor de los hombres, sus creaturas, ha “inventado”, llevado por su Amor, venir a este mundo como un Niño recién nacido, porque de esa manera, apareciendo como un Niño recién nacido, Dios, que está encarnado en esa naturaleza sin dejar de ser Dios, experimenta las necesidades de todo niño recién nacido: Dios, en el Niño de Belén, experimenta el hambre –ya no se alimenta más en el útero materno, como antes de nacer-; experimenta el frío –ha salido de la protección térmica que le significaba el estar en el útero de la Virgen-; y experimenta sobre todo la necesidad de afecto, de ternura, de cariño y de amor, que experimenta todo recién nacido, porque el recién nacido sufre una “conmoción afectiva” por el hecho de salir del útero materno, en donde se sentía a salvo y protegido, al medio externo, en donde todo le resulta extraño-, y ese afecto, ternura, cariño y amor le es brindado, ante todo, por la madre, en este caso, la Virgen, pero también por todo hombre -por cualquier hombre de la faz de la tierra- que se acerque, con un corazón contrito y humillado, lleno de fe y de amor hacia Él en cuanto Dios hecho Niño, para darle su afecto, su ternura, su cariño y su amor. Entonces, al venir a este mundo como un Niño recién nacido, que necesita de todo, Dios se ha querido mostrar Él mismo como desvalido ante el hombre –por eso, en el Niño de Belén, están representados los prójimos que más sufren, ya sea por enfermedades físicas, o por tribulaciones de todo tipo-, para que el hombre acuda en su auxilio, pero lo primero que quiere este Dios Niño, del hombre, es el amor de su corazón, y es para eso que le extiende sus bracitos de recién nacido, para que el hombre, dejando de lado la dureza de su corazón, se arrodille ante su Dios, que lo ha venido a buscar como un Niño, y no le niegue su amor.
Además, de esta manera, Dios se asegura que nadie, en absoluto, a partir de ahora, puede decir que tiene “miedo” de Dios, porque Él no se ha aparecido en el esplendor majestuoso de la gloria de su Ser trinitario, circundado de una corte de ángeles y arcángeles, unos más poderosos que otros, como podría haberlo hecho; Dios no se aparece a los hombres manifestando la omnipotencia de su poder divino, poder derivado de su Sabiduría y de su Amor, que ha hecho, en un segundo y de la nada, la increíble y maravillosísima obra de la Creación, compuesta por el universo visible y el invisible, los ángeles; Dios no se nos aparece, apabullándonos con su Inteligencia Suprema, con su Omnipotencia Divina que, en un segundo, crea miles de universos de la nada; Dios no se nos aparece como el Dios omnipotente, revestido de justicia y de severidad, ante cuya Justicia severísima los ángeles tiemblan, porque ante Él nada que no sea santo y puro, como Él es, puede subsistir; Dios no se nos presenta como el Dios de toda Justicia y severidad, que condena a los abismos eternos con una mirada suya, a las miríadas de ángeles rebeldes, que se rebelaron contra Él, el Dios Amor y, negándose a amar, se hicieron indignos de su Presencia; Dios, para mendigar nuestro amor, no se nos presenta así, para Navidad: el Dios Invisible se hace visible, tomando cuerpo de los nutrientes maternos de la Virgen y revistiéndose de Niño pequeño, y se nos presenta como un Niño recién nacido, desvalido, para mendigar nuestro amor.

Éste es el misterio que la Iglesia, extasiada, contempla en Navidad, y por esto, le decimos a la Virgen, que tiene al Niño en sus brazos: “Virgen y Madre Dios, María Santísima, Tú que tienes la dicha inefable de sostener a tu Hijo Dios entre tus brazos y sobre todo, tienes la dicha de cumplir su Voluntad antes que nada; te rogamos, Madre, que nos prestes a tu Niño recién nacido, que es Dios Hijo encarnado, para que lo estrechemos entre nuestros brazos, contra nuestros corazones, para darle la pobreza y la miseria de nuestro amor; te rogamos, Madre, que en esta Navidad, nos prestes a tu Hijo, para que lo estrechemos contra nuestro corazón, para que Él sienta la pobreza de nuestro amor humano, que es todo lo que tenemos para darle; te lo rogamos, Madre, que nos lo prestes, para que lo acunemos en nuestros brazos, y llevados por el amor de tu Inmaculado Corazón, lo contemplemos, lo adoremos y lo amemos, en el tiempo, como anticipo de la contemplación, la adoración y el amor que esperamos, por su misericordia, tributarle por toda la eternidad; te rogamos, Madre y Virgen, María Santísima, tú que tienes a tu Niño entre tus brazos, danos a tu Niño Dios, porque esa es su Voluntad. Amén”.

martes, 23 de diciembre de 2014

La Iglesia exulta y se alegra en la verdadera fiesta de Navidad, la Santa Misa de Nochebuena


         La Iglesia celebra y exulta de gozo por el acontecimiento más trascendente, no solo de su historia, sino de toda la humanidad: el Verbo Eterno del Padre, la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, la Sabiduría Divina, el Dios Invisible, se ha encarnado en las entrañas virginales y purísimas de la Madre de Dios y ha nacido, para Navidad, en el pobre Portal de Belén. La contemplación del Pesebre no remite a un mero sentimiento religioso del pasado ni evoca una simple escena familiar de una familia campesina de la Palestina de hace veinte siglos: la contemplación del Pesebre, para la Iglesia, constituye la contemplación del misterio del Verbo de Dios que se hace carne, se hace Niño, sin dejar de ser Dios y que nace virginalmente, para estar entre los hombres, para crecer en medio de ellos y para luego, en su edad de Hombre joven, ofrendar su Cuerpo y su Sangre, su Alma y Divinidad en el Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual habría de salvar a todos los hombres que lo acepten como Salvador. La contemplación del Pesebre, por lo tanto, no puede ni debe limitarse, para el cristiano, a una evocación de la memoria religiosa, sino que debe trascender y elevarse a las alturas del Verbo de Dios que, procediendo eternamente del Padre, se encarna en el seno de la Virgen Madre; allí, el Dios Invisible se hace visible, porque la Virgen le teje una naturaleza humana con sus propios nutrientes, tal como hace toda madre con su hijo recién concebido, lo aloja durante nueve meses, y luego lo da a luz milagrosamente, como el rayo de sol atraviesa el cristal, pasando el Niño por su abdomen superior como el rayo de luz emitido por el diamante luego de ser atrapado en su interior, dejando intacta la virginidad de su Madre antes, durante y después del milagroso parto.
         La Iglesia exulta y se alegra para Navidad, no todavía con la alegría triunfal y desbordante de la Pascua de Resurrección, sino con la alegría serena que inundó los corazones purísimos y castísimos de María y José, al contemplar la gloria de Dios en la Carne del Niño de Belén. Sin embargo, es una alegría, en el fondo, también triunfal y desbordante, porque el Niño de Belén, que manifiesta su gloria eterna, es el Verbo Eterno, que ha venido para “destruir las obras del demonio”, para vencer a las Puertas del Infierno para siempre, para destruir a la muerte con su propia vida, por la Resurrección, para “quitar los pecados del mundo” al precio de su Sangre derramada en la cruz y para conceder a los hombres que lo acepten con fe y con amor, como a su Salvador, la filiación divina, filiación por la cual serán adoptados como hijos por Dios.
         Pero la Iglesia exulta y se alegra porque contempla en el misterio al Niño del Pesebre, e iluminada por el Espíritu Santo, comprende que ese Niñito que abre sus pequeños brazos y los extiende, para abrazar al visitante que se le acerca, ese Niñito, es Dios encarnado, y que Dios ha querido, movido por su Amor por los hombres -por todo hombre, por cada hombre, aun el más pecador-, adquirir un cuerpo humano de Niño, para tener que ser alimentado y acunado y para recibir el amor de los hombres, y para que los hombres, de ahora en más, no digan que tienen “miedo” de Dios, porque nadie puede tener “miedo” a un Niño recién nacido y si Dios viene a nosotros como un Niño recién nacido, no es para infundirnos temor, sino para darnos su Amor y para que nosotros le demostremos nuestro amor.
La Iglesia contempla, extasiada, para Navidad, el misterio del Niño de Belén, que abre sus bracitos en la cuna, como lo hace todo niño recién nacido, para recibir el afecto y la ternura de quienes se le acerquen a contemplarlo y la Iglesia no puede salir de su asombro, de su admiración, de su estupor, al comprobar que ese Niño tan necesitado de todo, y que abre sus bracitos en la cuna, para que lo abracemos, es Dios en Persona.
La Iglesia contempla, extasiada, en Navidad, al Niño de Belén, y comprende que ese Niño, que abre sus bracitos para dar su amor de Niño al que se le acerque, es Dios en Persona, y que ha querido nacer como Niño y tener todas las necesidades de un niño, para que le demostremos nuestro amor en los prójimos más necesitados y desvalidos, en los ancianos, en los moribundos, en los agobiados, en los afligidos por toda clase de tribulaciones, porque en ellos está Él mismo en Persona, necesitando de nuestros brazos extendidos, de nuestras manos abiertas y de nuestros corazones misericordiosos.
Pero la Iglesia se alegra, exulta de gozo y canta de alegría para Navidad, porque el Niño que abre sus bracitos en la cuna de Belén, es el Cordero de Dios, que más tarde, extenderá sus brazos sobre el leño ensangrentado de la cruz, para abrazar a toda la humanidad, para sellar con su Sangre el perdón del Padre, para donar el Espíritu Santo con la Sangre de su Corazón traspasado, y para llevar, en sus sangrientas manos paternales, a toda la humanidad, redimida, al seno del Eterno Padre.

La Iglesia se alegra para Navidad y exulta de gozo, y celebra con la Santa Misa de Nochebuena, porque ve la unidad que existe entre el Pesebre y el Calvario, entre el Portal de Belén y el Domingo de Resurrección; la Iglesia se alegra y exulta para Navidad porque ve, en el Niño de Belén, al Salvador del mundo.

¡Alegrémonos por la Navidad! Un Dios Niño nace, por el Espíritu, de Virgen Madre, en un portal.




Un Dios Niño nace

De Virgen Madre,

Por el Espíritu,

En un portal.


Un Dios Niño nace,

De Iglesia Madre,

Por el Espíritu,

En el altar.

¡Oh misterio de Navidad,

Misterio de Belén, Casa de Pan!

Por la misa,

El Niño Dios,

Viene a nosotros, como en 
Belén,

¡Vestido de Pan!


P. Álvaro Sánchez Rueda
Navidad 2014

lunes, 22 de diciembre de 2014

“¿Qué llegará a ser este niño?”


“¿Qué llegará a ser este niño?” (Lc 1, 57-66). Los hechos extraordinarios que rodean el nacimiento de Juan el Bautista –el Arcángel Gabriel se le aparece a su padre, Zacarías; su misma concepción es un hecho milagroso, debido a la edad avanzada de sus padres; la recuperación del habla por parte de Zacarías, al momento de nacer el Bautista-, hacen percibir a sus familiares y al pueblo todo que “la mano del Señor estaba en él”, y por eso se hacen esta pregunta: “¿Qué llegará a ser este niño?”.
Y efectivamente, años después, el niño Juan el Bautista, ya convertido en hombre, será llamado por Jesús “el más grande nacido de mujer” (cfr. Lc 7, 28) y las señales de bienaventuranza que se habían cernido alrededor de su nacimiento, se cristalizan y manifiestan de manera concreta en su misión, la misión más importante jamás encomendada a hombre alguno en la tierra, hasta ese momento: señalar la Llegada inminente del Mesías, del Hombre-Dios, a quien sólo él, porque estaba iluminado por el Espíritu Santo, conocía. Nadie más que el Bautista conocía al Mesías, que estaba ya en medio de los hombres, pero mientras para los demás Jesús era solo “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55), uno más del pueblo, “que ha crecido entre nosotros” (cfr. Mt 6, 3), para el Bautista, iluminado e ilustrado por el Espíritu Santo, Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el Cordero de Dios, que ha venido a este mundo para cargar sobres sus espaldas los pecados de todos los hombres, llevarlos sobre sus espaldas, lavarlos con su Sangre derramada en la cruz, y dar así cumplimiento al plan de salvación del Padre para toda la humanidad. Esta es la razón por la cual el Bautista, al ver pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29). Luego, el Bautista sellará con el martirio (cfr. Mt 14, 1-12) este privilegio de anunciar al mundo que Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo encarnado, venido en carne para salvar a los hombres, para quitar sus pecados y concederles la filiación divina al precio del derramamiento de su Sangre en la cruz. 
Juan el Bautista muere martirialmente en testimonio de la Verdad de Jesucristo como Hombre-Dios y como Cordero de Dios y de esa manera imita a Jesucristo que en la cruz es el Rey de los mártires, pero más que imitarlo, es el mismo Jesús quien lo hace partícipe de su muerte cruenta y martirial. La muerte cruenta del Bautista es la coronación de su vida ofrendada como un don al Cordero y en virtud de este testimonio y como glorioso corolario de las señales recibidas antes de su nacimiento, el Bautista reina ahora, junto al Cordero “como degollado” (Ap 5, 6), por los siglos sin fin.
“¿Qué llegará a ser este niño?”. Puesto que todo cristiano está llamado a imitar al Bautista, de todo cristiano debería también decirse lo mismo, el día de su bautismo, pero no para obtener una respuesta mundana, es decir, no para escuchar decir: “este niño será grande al estilo mundano, porque tendrá títulos y honores mundanos”. De todo cristiano se debe hacer esta pregunta, porque al igual que el Bautista, su nacimiento por la gracia, el día del bautismo, también está signado por señales sobrenaturales; no por apariciones de arcángeles, ni por signos sensibles, ni cosas por el estilo, sino por la llegada de la gracia santificante al alma, que le quita el pecado original, la sustrae del poder del Príncipe de este mundo, el Ángel caído, le concede la filiación divina y convierte su cuerpo y su alma en templo y morada de la Santísima Trinidad, de manera tal que el cristiano, en el momento de su bautismo, es alguien más grande todavía que el Bautista, y llamado a una misión todavía mayor, que es la de señalar a Jesús en la Eucaristía para proclamar su Presencia real, porque mientras el mundo ve en la Eucaristía solo un poco de pan bendecido, el cristiano, iluminado por el Espíritu Santo, debe decir, repitiendo las palabras del Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y, al igual que el Bautista, debe estar dispuesto a dar la vida por esta Verdad y por el anuncio de esta Verdad al mundo. A esta gran misión está llamado todo cristiano que se bautiza. Esta es la razón por la cual, cuando alguien pregunte, al ver bautizar a un niño: “¿Qué llegará a ser este niño?”, la respuesta debe ser: “Será el que proclame con su vida y con su sangre que Jesús en la Eucaristía es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.


viernes, 19 de diciembre de 2014

“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo"


(Domingo IV - TA - Ciclo B - 2014 - 2015)
         “Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 26-38). El Arcángel Gabriel da a María el anuncio más trascendente de la historia de la humanidad: el Verbo Eterno de Dios, la Palabra Eternamente pronunciada por el Padre, la Sabiduría Divina, el Hijo de Dios, habrá de encarnarse en su seno virginal, para redimir a la humanidad y conducirla al seno de la Trinidad. Ella ha sido la Elegida, por ser la creatura más pura, perfecta y excelsa de todas las creaturas del cielo y de la tierra; la Virgen es la Elegida por la Santísima Trinidad, porque supera en gracia y hermosura a todos los coros angélicos, por ser la inhabitada por el Espíritu Santo, la Concebida sin mancha de pecado original, tal como lo dice el Arcángel con sus propias palabras: “Alégrate, Llena de gracia”. En las palabras del Ángel se descubre lo que está oculto a los ojos de los hombres y es visible sólo a los ojos de Dios: El que ha de encarnarse en el seno virginal de María Santísima no es un ser humano más, no es una persona humana, sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Divina del Hijo de Dios, el Verbo Eterno del Padre, el Hijo Único de Dios, que se encarna y se hace hombre, sin dejar de ser Dios, porque al momento de encarnarse, se crea en el útero de la Virgen la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, su alma humana y su parte humana corporal –es decir, los genes correspondientes a la célula primordial del varón o espermatozoide-, puesto que no hubo intervención de varón, ya que San José era esposo meramente legal y su relación con la Virgen era simplemente como la que existe entre hermanos, y es así como en la Encarnación es asumida la naturaleza humana en la Persona, en la hipóstasis del Verbo Divino, pero sin confusión y sin mezcla alguna, de manera tal que el que se encarna es, con toda propiedad, Dios Hijo humanado, encarnado, hecho carne, entendida esta palabra, “carne”, como “hombre” o “naturaleza humana” –cuerpo y alma-, unida su divinidad a la humanidad, pero sin confusión ni mezcla.
De esta manera, el Niño que habrá de nacer para Navidad, no será un niño humano más, entre tantos, sino el Niño-Dios, Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, para que los hombres, recibiendo la gracia del Dios hecho Niño con corazones de niños, accedan a la salvación.
Por lo tanto, cuando contemplamos la escena del Pesebre de Belén, no contemplamos una escena bucólica, romántica, idealista, nostálgica, perteneciente a una imaginería religiosa propia de una entidad religiosa anclada en el pasado: contemplamos el misterio más grande que la humanidad jamás ni siquiera haya podido imaginar: que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo Eterno del Padre, sin dejar de ser Dios, se haya encarnado en las entrañas virginales de María Santísima y haya nacido virginalmente, para manifestarse al mundo como Niño Dios, como Dios hecho Niño, para luego ofrendar al mundo, en la cruz, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y así poder entregarse como Pan de Vida eterna, en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental de ese sacrificio de la cruz.
El Evangelio del Anuncio del Ángel a la Virgen y la Verdad de la Encarnación del Verbo en sus entrañas virginales preparan de manera inmediata para la Navidad, porque revelan, con la luz divina, que el Niño nacido en el Pesebre de Belén, es Dios hecho Niño, el Emmanuel, Dios con nosotros; a su vez, la contemplación del Pesebre de Belén, para el cristiano, para la sociedad cristiana y para la Iglesia, no es una mera recreación histórica de un hecho pasado, lejano en el recuerdo y sin incidencia alguna en el presente: por el contrario, se trata del evento que explica y da sentido a la historia humana, porque si la humanidad no ha naufragado en la auto-destrucción y en el abismo eterno, es porque el Niño de Belén, nacido para Navidad, el Niño que extiende sus bracitos para abrazar a quien se le acerca con fe y con amor, ese Niño es Dios, que viene al rescate del hombre, de la humanidad, de todo hombre, porque ese Niño Dios que abre los brazos en el Pesebre, es el Hombre-Dios que más tarde, extendiendo los brazos en la Cruz, abrazará en sus sangrientas manos paternales, a toda la humanidad, para conducirla, redimida, al seno del Padre. Y es el mismo Niño que actualiza su Nacimiento por la liturgia eucarística y actualiza su sacrificio también por la liturgia eucarística.
Como podemos ver, es de capital importancia conocer y aceptar, en la fe de la Iglesia, la verdad de la Encarnación, es porque de esto dependen otras verdades, capitales también para la salvación del alma, como el hecho de que el Niño de Belén es Dios y que este Niño, siendo ya adulto, se ofrenda en la cruz para la salvación del mundo y renueva su sacrificio en cruz, de modo incruento y sacramental, en la Santa Misa.
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”. El Ángel le anuncia a la Virgen que concebirá un Niño por obra del Espíritu Santo y que ese será Dios, “Emmanuel”, Dios con nosotros, de modo que el Niño que nacerá para Navidad no será un niño más entre tantos, sino Dios hecho Niño, el Niño-Dios. Y si Dios se hace Niño, naciendo como Niño en Belén, quiere que los hombres sean como niños –lo cual no quiere decir infantiles- y esta niñez que quiere Dios de los hombres, se la obtiene por la pureza e inocencia que da la gracia santificante, y la razón del ser “como niños, por la gracia, imitando al Dios hecho Niño en Belén”, es para aceptar las verdades de la Santa Madre Iglesia y esto lo presenta Jesús como una condición indispensable para ingresar en el Reino de los cielos, como un requisito sine qua non es imposible el acceso a la eterna felicidad: “El que no sea como niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Dicho de otra manera, el que no acepte con la inocencia y pureza de fe que concede la gracia santificante, la verdad de la Encarnación del Verbo, de la maternidad divina de María, de su virginidad perpetua y del Nacimiento milagroso del Niño Dios, porque le opone, a la Sabiduría y al Amor de Dios, su razón necia y orgullosa, no puede entrar en el Reino de los cielos. Por esto, María, con su “Fiat”, con su “Sí”, al Anuncio del Ángel, es nuestro modelo de fe para la verdad de la Encarnación y del Nacimiento de Dios hecho Niño en Belén, porque María, siendo la Llena de gracia, asiente y da el “Sí” con su Mente y su Corazón Inmaculados, libres de errores, de engaños, de supersticiones y de herejías.
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. María es modelo perfecto de nuestra fe en la Anunciación, en la Encarnación del Verbo, en la Navidad, en el Santo Sacrificio de la cruz, en la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”. Que en esta Navidad, así como la Virgen concibió en su seno virginal y dio a luz al Niño Dios por la pureza de su fe y por el Amor de su Inmaculado Corazón, que así también nazca en nuestros corazones, por la gracia, el Niño Dios, para que, contemplándolo y adorándolo junto a la Virgen, seamos capaces de continuar amándolo y adorándolo por la eternidad.