Cómo fue el Nacimiento: el Nacimiento del Niño Dios no fue
un nacimiento “natural”, tal como nacen todos los bebés de la tierra, y no
podía serlo, porque era Dios hecho Niño y así como su concepción fue virginal
-puesto que no hubo intervención alguna de varón, ya que el matrimonio con San
José era meramente legal y la relación entre ellos era como de hermanos-, así
también, de la misma manera, su Nacimiento fue milagroso. Los Padres de la
Iglesia sostienen que la Virgen, estando de rodillas, orando en estado místico,
brotó de la parte superior de su abdomen una luz, la Luz Eterna, Jesucristo,
quien fue recibido por un ángel, el cual se lo dio luego a la Virgen. También
dicen los Padres que su Nacimiento fue como el rayo de sol que atraviesa un
cristal: así como lo deja intacto antes, durante y después de atravesarlo, el
Sol de Luz Eterna, Jesucristo, emergiendo del abdomen superior de su Madre, dejó
intacta su virginidad, consumando el doble admirable milagro de María: ser
Virgen y Madre de Dios al mismo tiempo.
Así, podemos comparar a la Virgen con
el diamante: el diamante, roca cristalina, a diferencia de las otras rocas, que
son opacas porque rechazan la luz, ya que no tienen capacidad de atraparla, el
diamante, por el contrario, tiene la propiedad de atrapar en su interior a la
luz y de retenerla, para luego recién emitirla. Este hecho, el de atrapar la
luz en su interior y el ser transparente, es lo que concede al diamante su
brillantez y es lo que despierta su admiración, por la belleza de la luz que encierra
dentro de sí. La Virgen, por su pureza inmaculada y por estar inhabitada por el
Espíritu Santo, atrapó en su interior –en su mente, por su Inteligencia
Inmaculada; en su Corazón Inmaculado, por el Amor que la inhabitaba, y en su
Cuerpo Inmaculado, su útero materno-, a la Luz Eterna, Jesucristo, que en
cuanto Dios, es luminoso, porque la gloria del Ser trinitario es luminosa, y
atrapándola durante nueve meses en su interior –por eso la Virgen es la “Mujer
revestida de sol” (Ap 12, 1), porque
posee en su seno virginal al Sol de justicia, Jesucristo-, la emitió al final
de esos nueve meses, esparciendo sobre el mundo la Luz Eterna, su Hijo Jesús. Y
tal como sucede con el diamante natural, que queda intacto antes, durante y
después de atrapar y emitir la luz, así también la Virgen permaneció, permanece
y permanecerá Virgen, por los siglos sin fin, luego de haber emitido
milagrosamente, sobre el mundo, a la Luz que había atrapado durante nueve meses
y a la que había revestido de Niño, para que esa Luz derrotara para siempre a
las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y del Infierno.
Así nos dicen los Padres de la Iglesia, y así lo
interpretamos nosotros al Nacimiento, tomando al diamante como elemento de la
naturaleza del cual conocemos su comportamiento con respecto a la luz, para
luego hacer una aplicación por analogía a la Virgen, llamándola: “Diamante
celestial”.
Pero, ¿cómo dicen los místicos que fue el Nacimiento del
Niño Dios?
Narra
así su nacimiento Sor María de Jesús Ágreda[1]: “Nace
Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén de Judea. El palacio que tenía
prevenido el supremo Rey de los reyes y Señor de los señores para hospedar en
el mundo a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más pobre y humilde
choza o cueva, a donde María Santísima y San José se retiraron despedidos de
los hospicios y piedad natural de los mismos hombres. Era este lugar tan despreciado, que con estar
la ciudad de Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en que habitar,
con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni bajar a él, porque era cierto no les
competía ni les venía bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo
nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les reservó para ellos la
sabiduría del eterno Padre, consagrándole con los adornos de desnudez, soledad
y pobreza por el primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia (Mt 5, 48), que para los rectos de
corazón había de nacer de la candidísima aurora María, en medio de las
tinieblas de la noche, símbolo de las del pecado que ocupaban todo el mundo.
469.
Entraron María santísima y San José en este prevenido hospicio, y con el
resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban pudieron
fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban, con gran consuelo y
lágrimas de alegría. Luego los dos santos peregrinos hincados de rodillas
alabaron al Señor y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban era
dispuesto por los ocultos juicios de la eterna Sabiduría. De este gran
sacramento estuvo más capaz la divina princesa María, porque en santificando
con sus plantas aquella felicísima cuevecica, sintió una plenitud de júbilo
interior que la elevó y vivificó toda, y pidió al Señor pagase con liberal mano
a todos los vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la habían
ocasionado tanto bien como en aquella humildísima choza la esperaba. Era toda
de unos peñascos naturales y toscos, sin género de curiosidad ni artificio y
tal que los hombres la juzgaron por conveniente para solo albergue de animales,
pero el eterno Padre la tenía destinada para abrigo y habitación de su mismo
Hijo.
471.
El santo esposo José, atento a la majestad de su divina esposa, que ella parece
olvidaba en presencia de la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel
oficio que entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y
rincones de la cueva, aunque no por eso dejó de hacerlo juntamente con él la
humilde Señora. Y porque estando los Santos Ángeles en forma humana visible
parece que, a nuestro entender, se hallaran corridos a vista de tan devota
porfía y de la humildad de su Reina; luego con emulación santa ayudaron a este
ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo espacio limpiaron y despejaron toda
aquella caverna, dejándola aliñada y llena de fragancia. San José encendió
fuego con el aderezo que para ello traía, y porque el frío era grande, se
llegaron a él para recibir algún alivio, y del pobre sustento que llevaban
comieron o cenaron con incomparable alegría de sus almas; aunque la Reina del
cielo y tierra con la vecina hora de su divino parto estaba tan absorta y
abstraída en el misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia de su
esposo.
472.
Dieron gracias al Señor, como acostumbraban, después de haber comido; y
deteniéndose un breve espacio en esto y en conferir los misterios del Verbo
humanado, la prudentísima Virgen reconocía se le llegaba el parto felicísimo.
Rogó a su esposo San José se recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya
la noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su esposa y la pidió
que también ella hiciese lo mismo, y para esto aliñó y previno con las ropas
que traían un pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva para
servicio de los animales que en ella recogían. Y dejando a María santísima
acomodada en este tálamo, se retiró el santo José a un rincón del portal, donde
se puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza
suavísima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxtasis
altísimo, do se le mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva
dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le llamó la divina esposa. Y
este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en
el paraíso (Gn 2, 21).
473.
En el lugar que estaba la Reina de las criaturas fue al mismo tiempo, movida de
un fuerte llamamiento del Altísimo con eficaz y dulce transformación que la
levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del poder divino, porque
fue este éxtasis de los más raros y admirables de su vida santísima. Luego fue
levantándose más con nuevos lumines y cualidades que la dio el Altísimo, de los
que en otras ocasiones he declarado, para llegar a la visión clara de la
divinidad. Con estas disposiciones se le corrió la cortina y vio intuitivamente
al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que todo entendimiento
angélico y humano ni lo puede explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en
ella la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad santísima de su
Hijo, que en otras visiones se le había dado, y de nuevo se le manifestaron
otros secretos encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho. Y yo no
tengo bastantes, capaces y adecuados términos ni palabras para manifestar lo
que de estos sacramentos he conocido con la luz divina; que su abundancia y
fecundidad me hace pobre de razones.
475.
Estuvo María santísima en este rapto y visión beatífica más de una hora
inmediata a su divino parto; y al mismo tiempo que salía de ella y volvía en
sus sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se movía en su
virginal vientre, soltándose y despidiéndose de aquel natural lugar donde había
estado nueve meses, y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este
movimiento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre dolor y pena, como
sucede a las demás hijas de Adán y Eva en sus partos, pero antes la renovó toda
en júbilo y alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo virgíneo efectos
tan divinos y levantados, que sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado.
Quedó en el cuerpo tan espiritualizada, tan hermosa y refulgente, que no
parecía criatura humana y terrena: el rostro despedía rayos de luz como un sol
entre color encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con admirable majestad
y el afecto inflamado y fervoroso. Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los
ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho, el espíritu
elevado en la divinidad y toda ella deificada. Y con esta disposición, en el
término de aquel divino rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito
del Padre y suyo (Lc 2, 7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y hombre verdadero, a
la hora de media noche, día de domingo, y el año de la creación del mundo, que
la Iglesia romana enseña, de cinco mil ciento noventa y nueve; que esta cuenta
se me ha declarado es la cierta y verdadera.
476. 477. En el término
de la visión beatífica y rapto de la Madre siempre Virgen, que dejo declarado
(Cf. supra n. 473), nació de ella el Sol de Justicia, Hijo del eterno Padre y
suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro, dejándola en su virginal entereza
y pureza más divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el
virginal claustro, como los rayos del sol, que sin herir la vidriera
cristalina, la penetra y deja más hermosa y refulgente. Y antes de explicar el
modo milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño Dios solo y puro,
sin aquella túnica que llaman secundina en la que nacen comúnmente enredados
los otros niños y están envueltos en ella en los vientres de sus madres.
478.
Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón de madre verdadera que fuese
virgen en concebir y parir por obra del Espíritu Santo, quedando siempre
virgen. Y aunque sin culpa suya pudiera perder este privilegio la naturaleza, pero
faltárale a la divina Madre tan rara y singular excelencia; y porque no
estuviese y careciese de ella, se la concedió el poder de su Hijo santísimo.
También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o piel que los demás,
pero esto no era necesario para nacer como hijo de su legítima Madre, y por
esto no la sacó consigo del vientre virginal y materno, como tampoco pagó a la
naturaleza este parto otras pensiones y tributos de menos pureza que
contribuyen los demás por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era
justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de Adán, antes era como
consiguiente al milagroso modo de nacer, que fuese privilegiado y libre de todo
lo que pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza; y aquella túnica
secundina no se había de corromper fuera del virginal vientre, por haber estado
tan contigua o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la sangre y
sustancia materna; ni tampoco era conveniente guardarla y conservarla, ni que
la tocasen a ella las condiciones y privilegios que se le comunican al divino
cuerpo, para salir penetrando el de su Madre santísima, como diré luego. Y el
milagro con que se había de disponer de esta piel sagrada, si saliera del
vientre, se pudo obrar mejor quedándose en él, sin salir fuera.
479.
Nació, pues, el niño Dios del tálamo virginal solo y sin otra cosa material o
corporal que le acompañase, pero salió glorioso y transfigurado; porque la
divinidad y sabiduría infinita dispuso y ordenó que la gloria del alma
santísima redundase y se comunicase al cuerpo del Niño Dios al tiempo del
nacer, participando los dotes de gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17, 2) en presencia de los tres
Apóstoles. Y no fue necesaria esta maravilla para penetrar el claustro virginal
y dejarle ileso en su virginal integridad, porque sin estos dotes pudiera Dios
hacer otros milagros: que naciera el niño dejando virgen a la Madre, como lo
dicen los doctores santos (S. Tomás, Summa, III, q. 28 a. 2 ad 2) que no
conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la voluntad divina fue que la
beatísima Madre viese a su Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el
cuerpo para dos fines: el uno, que con la vista de aquel objeto divino la
prudentísima Madre concibiese la reverencia altísima con que había de tratar a
su Hijo, Dios y hombre verdadero; y aunque antes había sido informada de esto,
con todo eso ordenó el Señor que por este medio como experimental se la
infundiese nueva gracia, correspondiente a la experiencia que tomaba de la
divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y grandeza; el segundo
fin de esta maravilla fue como premio de la fidelidad y santidad de la divina
Madre, para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo terreno se
habían cerrado por el amor de su Hijo santísimo, le viesen luego en naciendo
con tanta gloria y recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza”.
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