Los Reyes Magos vienen de lejos a adorar al Niño del
Pesebre. No se trata de una visita de cortesía; no se trata de una “embajada
cultural”, al estilo de las que suelen hacer los delegados de los países para
con los representantes de otros países; no se trata de una visita por
curiosidad: los Reyes Magos van a “adorar” al Niño del Pesebre de Belén, y lo
van a adorar, porque saben, en sus corazones, que ese Niño no es un niño humano
más, entre tantos, sino el Niño-Dios; saben, porque han sido iluminados por el
Espíritu Santo, que ese Niño es Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo
para, precisamente, encarnarse y ofrecer su Cuerpo como ofrenda Preciosísima,
en rescate por la humanidad. Los Reyes Magos han sido avisados por medios
sobrenaturales, acerca del Nacimiento y han sido guiados por la Estrella de
Belén, quien los ha conducido al lugar exacto del Nacimiento; la Estrella de
Belén no solo es una estrella material, física, real, que se desplaza en el
cosmos, guiando a los Magos, sino que es también el símbolo de la gracia
interna que, iluminando las mentes y los corazones de los Magos de Oriente, les
concede el conocimiento sobrenatural acerca del Niño del Pesebre -conocimiento
que les hace saber que el Niño es Dios Hijo encarnado-, y enciende sus
corazones en el ardor del Amor celestial a ese Dios hecho Niño que, por amor y
solo por amor, ha venido a este mundo para rescatar al hombre, que vive “en
tinieblas y en sombras de muerte”. Los Reyes Magos, que son príncipes y nobles
y por esto son Reyes, y son sabios y letrados, y por esto son Magos, son
ennoblecidos e ilustrados de modo sobrenatural por la gracia santificante, que al
iluminar sus mentes y sus corazones, les hace partícipes del conocimiento y del
amor sobrenatural que el mismo Dios experimenta por sí mismo, y este es el
motivo por el que los Magos aman y adoran al Niño como a su Dios, y no como a
un mero niño más. Y por esto mismo es que, al visitar al Niño, le llevan sus dones,
con los cuales reconocen su reyecía –oro-, su mesianidad –mirra- y su divinidad
–incienso-.
Al igual que los Reyes Magos, también nosotros, iluminados
por la fe de la Iglesia y guiados en nuestros corazones por la luz de la gracia
santificante, adoremos al Niño Dios, el Niño del Pesebre de Belén, que está
Presente, glorioso y resucitado en la Eucaristía, en donde prolonga su
Encarnación y puesto que no tenemos oro, mirra ni incienso, le ofrezcamos,
postrándonos a sus pies, nuestros pobres dones: el oro de nuestras buenas obras,
la mirra de nuestro amor y el incienso de nuestra adoración.
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