Navidad es la fiesta litúrgica en la que la Iglesia, la
Esposa del Cordero, se deleita mística y sobrenaturalmente en la contemplación
del “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”. En Navidad, la Iglesia contempla,
extasiada y absorta en su alegría y asombro, el cumplimiento de las profecías
mesiánicas del “Dios con nosotros” porque, iluminada por el Espíritu Santo, la
Iglesia ve, en el Niño de Belén, no a un
niño más, ni a un niño santo, sino a Dios Hijo, la Palabra consubstancial del
Padre que se ha encarnado, se ha hecho “carne” -entendida esta palabra como
sinónimo de “naturaleza humana” compuesta por alma y cuerpo- y ha asumido en su
Persona, en su hipóstasis personal de Hijo de Dios, a esta naturaleza humana -permaneciendo ambas naturalezas sin confusión- y naciendo milagrosamente de la Madre Virgen,
apareciendo ante los hombres como un Niño que, siendo Dios al mismo tiempo, es
Niño y Dios, es el Niño Dios. De manera que para la Iglesia, Navidad es la
contemplación extasiada, en el Amor del Espíritu Santo, del cumplimiento de las
profecías mesiánicas, según las cuales, Dios, en su “misericordiosa ternura”,
habría de enviar al mundo un Mesías, el cual nacería de una Virgen Madre, pero
ese Mesías no sería un hombre más entre tantos, sino Dios en Persona, y por eso
el Nombre de este Niño sería: “el Emmanuel”, “Dios con nosotros” (cfr. Is 7, 14).
En Navidad, la Iglesia contempla, extasiada y radiante de
alegría, el misterio de un Dios que, para venir a este mundo, ha elegido venir,
no en las teofanías que muestran su gloria deslumbrante, sino que ha elegido
venir como un Niño recién nacido. La Iglesia, para Navidad, no cabe en sí del
asombro y de la alegría que le produce el contemplar al Niño de Belén, el Niño
del Pesebre, porque ese Niño es Dios, lo cual significa que Dios ha querido
tomar un cuerpo humano, desde sus primeros estadios, para abrazar al hombre y
darle su Amor, porque es tanto el Amor que Dios experimenta por el hombre, que
no le basta el estar rodeado de “miríadas de ángeles que noche y día se postran
ante su Presencia, amándolo y adorándolo” (cfr. Ap 24, 10), sino que ha querido venir a nuestro mundo para mendigar
nuestro amor, nuestro mísero amor, y para eso se ha revestido de un Cuerpecito
de un Niño indefenso, que necesita de todo, y con ese cuerpecito ha adquirido
dos bracitos y dos manitos, para abrazar a todo al que se acerque al Pesebre de
Belén, para estrecharlo contra su Corazón de Niño, el Corazón del Niño Dios, y
así darle todo su Amor Divino.
La Iglesia contempla extasiada cómo Dios, para mendigar el
amor de los hombres, sus creaturas, ha “inventado”, llevado por su Amor, venir
a este mundo como un Niño recién nacido, porque de esa manera, apareciendo como
un Niño recién nacido, Dios, que está encarnado en esa naturaleza sin dejar de
ser Dios, experimenta las necesidades de todo niño recién nacido: Dios, en el
Niño de Belén, experimenta el hambre –ya no se alimenta más en el útero
materno, como antes de nacer-; experimenta el frío –ha salido de la protección térmica
que le significaba el estar en el útero de la Virgen-; y experimenta sobre todo
la necesidad de afecto, de ternura, de cariño y de amor, que experimenta todo
recién nacido, porque el recién nacido sufre una “conmoción afectiva” por el
hecho de salir del útero materno, en donde se sentía a salvo y protegido, al
medio externo, en donde todo le resulta extraño-, y ese afecto, ternura, cariño
y amor le es brindado, ante todo, por la madre, en este caso, la Virgen, pero también
por todo hombre -por cualquier hombre de la faz de la tierra- que se acerque,
con un corazón contrito y humillado, lleno de fe y de amor hacia Él en cuanto
Dios hecho Niño, para darle su afecto, su ternura, su cariño y su amor. Entonces,
al venir a este mundo como un Niño recién nacido, que necesita de todo, Dios se
ha querido mostrar Él mismo como desvalido ante el hombre –por eso, en el Niño
de Belén, están representados los prójimos que más sufren, ya sea por
enfermedades físicas, o por tribulaciones de todo tipo-, para que el hombre
acuda en su auxilio, pero lo primero que quiere este Dios Niño, del hombre, es
el amor de su corazón, y es para eso que le extiende sus bracitos de recién
nacido, para que el hombre, dejando de lado la dureza de su corazón, se
arrodille ante su Dios, que lo ha venido a buscar como un Niño, y no le niegue
su amor.
Además,
de esta manera, Dios se asegura que nadie, en absoluto, a partir de ahora,
puede decir que tiene “miedo” de Dios, porque Él no se ha aparecido en el
esplendor majestuoso de la gloria de su Ser trinitario, circundado de una corte
de ángeles y arcángeles, unos más poderosos que otros, como podría haberlo
hecho; Dios no se aparece a los hombres manifestando la omnipotencia de su
poder divino, poder derivado de su Sabiduría y de su Amor, que ha hecho, en un
segundo y de la nada, la increíble y maravillosísima obra de la Creación,
compuesta por el universo visible y el invisible, los ángeles; Dios no se nos
aparece, apabullándonos con su Inteligencia Suprema, con su Omnipotencia Divina
que, en un segundo, crea miles de universos de la nada; Dios no se nos aparece como
el Dios omnipotente, revestido de justicia y de severidad, ante cuya Justicia
severísima los ángeles tiemblan, porque ante Él nada que no sea santo y puro, como
Él es, puede subsistir; Dios no se nos presenta como el Dios de toda Justicia y
severidad, que condena a los abismos eternos con una mirada suya, a las
miríadas de ángeles rebeldes, que se rebelaron contra Él, el Dios Amor y,
negándose a amar, se hicieron indignos de su Presencia; Dios, para mendigar
nuestro amor, no se nos presenta así, para Navidad: el Dios Invisible se hace
visible, tomando cuerpo de los nutrientes maternos de la Virgen y revistiéndose
de Niño pequeño, y se nos presenta como un Niño recién nacido, desvalido, para
mendigar nuestro amor.
Éste
es el misterio que la Iglesia, extasiada, contempla en Navidad, y por esto, le
decimos a la Virgen, que tiene al Niño en sus brazos: “Virgen y Madre Dios,
María Santísima, Tú que tienes la dicha inefable de sostener a tu Hijo Dios
entre tus brazos y sobre todo, tienes la dicha de cumplir su Voluntad antes que
nada; te rogamos, Madre, que nos prestes a tu Niño recién nacido, que es Dios
Hijo encarnado, para que lo estrechemos entre nuestros brazos, contra nuestros
corazones, para darle la pobreza y la miseria de nuestro amor; te rogamos,
Madre, que en esta Navidad, nos prestes a tu Hijo, para que lo estrechemos
contra nuestro corazón, para que Él sienta la pobreza de nuestro amor humano,
que es todo lo que tenemos para darle; te lo rogamos, Madre, que nos lo
prestes, para que lo acunemos en nuestros brazos, y llevados por el amor de tu
Inmaculado Corazón, lo contemplemos, lo adoremos y lo amemos, en el tiempo,
como anticipo de la contemplación, la adoración y el amor que esperamos, por su
misericordia, tributarle por toda la eternidad; te rogamos, Madre y Virgen,
María Santísima, tú que tienes a tu Niño entre tus brazos, danos a tu Niño
Dios, porque esa es su Voluntad. Amén”.
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